La historia de España durante los dos últimos siglos está jalonada de experiencias en la ordenación del espacio público con reglas del juego impuestas o insuficientemente acordadas. En la mayoría de las ocasiones, el orden se establecía por la fuerza, con arreglo a las ideas y los intereses de quienes podían ejercerla. En otros casos, el orden se planteaba desde mayorías legítimas pero insuficientes, conformadas a partir de ventajas coyunturales.

Ya conocemos el resultado. Cuando las reglas del juego no responden a la convicción y la voluntad de una gran mayoría, la convivencia en paz, el respeto a las libertades y el progreso colectivo no están asegurados. Antes al contrario, de Goya a Machado, nuestros referentes culturales han dado cuenta de una tendencia cuasi endémica al enfrentamiento civil entre las dos Españas.

Por esta razón, la gran mayoría de los españoles valoramos muy positivamente aún el consenso alcanzado durante la Transición Democrática en torno a unas reglas del juego comúnmente aceptadas. Por vez primera, casi el 90% de los españoles votamos conjuntamente una Constitución para regular la convivencia democrática, conforme a unas normas equiparables a las vigentes en los países más avanzados de nuestro entorno.

Aquella Constitución estaba plagada de aciertos, pero también contenía aspectos que, contemplados en perspectiva, podían haberse mejorado. Como en todas las negociaciones exitosas, unos y otros celebraron victorias y lamentaron renuncias. Pero, por vez primera, derechas e izquierdas, nacionalistas del centro y de la periferia, socialistas, comunistas, derechistas y centristas, se sintieron parte de un proyecto común de país.

Pincha aquí para seguir leyendo el blog de Rafael Simancas