Decía Popper, filósofo de origen austriaco, que la crítica debería ser el motor que arrastrase a la ciencia y la sacara del dogmatismo historicista. Según él, el conocimiento es algo provisional. Algo sometido al dictamen de la duda continua. Solamente, de esta manera, mediante el ensayo y error – que diríamos hoy – las sociedades avanzan hacia cuotas, cada vez más altas, de conocimiento. Evolucionan, -cuánta razón tenía este señor- desde la crítica hacia la perfección infinita. Existen mecanismos incrustados en la dinámica social – y es la gran crítica que le hacemos a Popper – que intentan paralizar, o dicho en otros términos, atrapar al conocimiento en las celdas del inmovilismo. Es precisamente, esta resistencia a los cambios de la razón, la que encierra a algunas democracias en los muros del dogmatismo. Muros orquestados por las vitrinas del miedo y la mordaza. En días como hoy, como diría el viejo Rigodón, los surcos mentales – dibujados por la polarización ideológica de antaño – dificultan que las aguas de nuestros ríos cambien sus sendas para llegar a su destino.
Tanto el periodismo como la política han perpetuado el corsé de la bipolaridad. A través del “boca – oído”, el diálogo intergeneracional entre padres e hijos ha mantenido enjaulado al espíritu crítico de "los ni-ni de Zapatero” en un limbo de fieles al argumento de autoridad. Las “Dos Españas mediáticas”, o dicho de otro modo, la brecha entre periódicos de derechas – ya saben a cuáles me refiero – y cabeceras de izquierda han parcializado a la intelectualidad en una contienda entre conservadores y progresistas. Son precisamente, estas corrientes de opinión. Corrientes sesgadas por los intereses infraestructurales de algunos, las que han contribuido al empeoramiento de la alienación intelectual.