Quizá la palabra ‘objetivo’ sea mucha palabra si se me compara con quienes se vieron forzados a llevar escolta o cambiar de ciudad y no digamos en comparación con quienes quedaron convertidos en tristes despojos por las dentelladas de los alanos del terror.

Pero, aun con todo, la palabra sigue siendo exacta y, dado que han pasado más de veinte años de aquello y diez desde que ETA dejó de matar, mi revelación no puede ya inquietar a nadie ni ser atribuida a la vanidad: cuando en octubre del año 2000 la Policía Nacional detuvo en Sevilla a los asesinos del doctor Antonio Muñoz Cariñanos, encontró entre sus papeles recortes de la prensa y una escueta relación con nombres de periodistas locales entre los que figuraba el mío y el de algunos compañeros de profesión, tal vez porque nuestros nombres estaban más a vista al formar parte del equipo directivo de El Correo de Andalucía.

Un par de policías de paisano se reunieron con nosotros en la sede del periódico para advertirnos del peligro. Recuerdo que uno de ellos se llamaba Demetrio, aunque he olvidado sus apellidos, y nos dio su tarjeta, que debe andar perdida por algún cajón de casa, para que lo llamáramos a cualquier hora del día o de la noche si era preciso. Puede que vuestros nombres estén ahí, nos dijeron, solo porque los han leído en el diario, pero de algunos de vosotros tenían apuntada también la dirección y debéis tomar precauciones. Una de las direcciones era la mía.

¿Y qué precauciones debemos tomar?, preguntamos con alguna inquietud. Los inspectores nos dieron unas pocas pautas de las que apenas recuerdo dos: mirar cada mañana los bajos del coche y estar atentos a los desconocidos que se nos acercaran. “Esta gente –contaba Demetrio– dispara desde muy cerca, a un par de metros como mucho, y cuando se aproximan a ti van cargados de adrenalina, disparados de pulsaciones, tensos, nerviosos, en su cara y en sus movimientos son reconocibles sus intenciones. Por eso debéis estar muy atentos a los desconocidos que anden cerca; y otra cosa importante: si se os aproximen, miradlos directamente a los ojos”.

Yo diría que, en sentido estricto, nunca llegué a tener miedo. No por valiente, claro, sino por incrédulo, por inconsciente, por listo de más. Siempre atribuí mi nombre en la lista no a las columnas que había firmado burlándome sarcásticamente de los cráneos privilegiados que seguían liquidando españoles como conejos, sino al mero hecho de que mi nombre, como el de mis compañeros de lista, estaba más a mano que otros.

En los días posteriores a la reunión con los agentes, miraba los bajos del coche con desgana y solía echar de vez en cuando una ojeada en torno pero sin mucha convicción. Nunca me sentí en peligro. También daba por hecho que si por desgracia uno de aquellos tipos daba conmigo, no tendría escapatoria. Nunca fui un gran velocista.

Sin embargo, unas semanas después de las advertencias policiales los terroristas asesinaron a Ernest Lluch  en el garaje de su casa de Barcelona. Tal vez el exministro no miró a su espalda antes de abrir la puerta trasera e inclinarse sobre el asiento de su Seat Córdoba para recoger unos papales; tal vez habría dado igual: en el garaje solitario de primeras horas de la noche no había escapatoria. Los alanos no tuvieron problema para darle caza.

Mal rollo, pues, lo del garaje. Desde el asesinato de Lluch, al regresar yo cada noche a casa, rara vez antes de las once, el garaje ya no era un garaje. Se parecía más bien a una madriguera con olor a gasolina, un espacio sin escape donde los cazadores del norte podrían fácilmente abatir al despavorido conejo andaluz. Desde mi coche a la puerta del ascensor apenas había 15 o 20 metros –los sigue habiendo: temo haber prosperado bastante menos de lo que cabía esperar–, pero un perro bien adiestrado no habría tenido dificultad para agazaparse entre los vehículos cercanos y liquidarme con unas pocas dentelladas.

Nunca pasó nada. Ni a mí ni a ninguno de mis compañeros señalados en la lista negra. Tal vez a esas alturas ya estaba del todo desarticulado el llamado comando Andalucía, al que los investigadores atribuían las muertes del concejal del PP Alberto Jiménez Becerril y su esposa Ascensión García, del también concejal del PP Martín Carpena o el fallido atentado con una bomba bajo su coche contra el secretario provincial del PSOE de Málaga José Asenjo, su mujer y su hija de 15 años.

Ellos y sus familias sí sufrieron de verdad. Ellos sí fueron despedazados o estuvieron a punto de serlo. No creo que a ninguno de ellos, fuera del partido que fuera o nunca hubiera militado en ningún partido, le hubiera gustado leer los titulares que hoy publica la prensa conservadora con ocasión del décimo aniversario del fin del terrorismo vasco: ciertamente, aquel 20 de octubre de diez años atrás ETA no se disolvió, pero dejó de ser relevante en nuestras vidas porque lo único que la hacía relevante era matar.

Con mayor o menor grado de menosprecio, ventajismo o vileza, ninguno de esos medios ha tenido la decencia de resaltar con deportividad que el fin de ETA fue un avance espectacular y que quienes firmaron su acta de defunción fueron el presidente José Luis Rodríguez Zapatero y su ministro del Interior Alfredo Pérez Rubalcaba. La única mancha de aquella victoria imperdonable para la derecha –imperdonable la mancha, no la victoria, creo– es que el comandante en jefe de los ejércitos de la paz era un tipo de izquierdas.

Hoy mismo, Casado ha llegado a decir esto en un vídeo: “Nunca hemos utilizado el terrorismo cuando existía ETA y nunca lo utilizaremos”. Es difícil glosar esas palabras sin ofender a quien las ha pronunciado.

Mi historial, en fin, como víctima es irrelevante, casi imaginario. Si acaso, revela que ETA elegía a la mayoría de sus víctimas por las facilidades que éstas daban para matarlas. Así lo recuerda en la sobrecogedora y exacta película ‘Maixabel’ uno de los asesinos de Juan María Jáuregui. Tenían apuntados los nombres de algunos periodistas de Sevilla simplemente porque los tenían más a mano. Solo por eso. Aun así, recuerdo con gratitud al poli Demetrio y a sus colegas. Conocían bien su oficio. De no haber sido desarticulado el comando Andalucía, los perros tal vez habrían ido directos a por el conejo menos veloz de la camada.