Estos días, con ocasión del décimo aniversario del fin de ETA, me han preguntado más sobre cómo fue ese final, lo cual es comprensible, que acerca de cómo veo el período de tiempo que sucedió a este hecho, irreversible o para siempre.

Si por un momento recordamos lo que supuso para la sociedad española padecer durante más de cuatro décadas el terrorismo, creo que el sentimiento más generalizado ha podido ser el de alivio. Varias generaciones habíamos vivido, en efecto, con el sobresalto continuo de los atentados (¿ahora, dónde, quién, cuántos…?) y las imágenes de las víctimas postradas o heridas sobre un escenario frío, desangelado, desolador. Así, una y otra vez, como una maldición. Personalmente, como presidente del Gobierno, pude vivir una aproximación aún más cercana al horror, porque no olvidaré jamás la mirada interpelante, una mezcla de estupor y de incontenible tristeza, de las madres de las víctimas, tan generosas en ocasiones como para llegar a decir en esos momentos “si al menos fuera el último…”.

Y todo se hizo con ese anhelo, para que “fuera el último”. De modo que, alivio, sí, claro, un alivio comprensible, necesario… y aunque no haya sido siempre explícito, o ni siquiera consciente, pues tendemos a olvidar los malos recuerdos y reservamos la añoranza para los buenos. Si la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, según la conocida afirmación de Ortega, ¿cómo no va a serlo para dejar atrás un largo período de violencia? 

Ahora bien, si podemos comprender que la sociedad se tome su propio tiempo para metabolizar el pasado, hay un límite, una condición a respetar, que es moral y política a la vez: no cabe refugiarse en el olvido cuando este alcanza a las víctimas. La memoria no admite aplazamiento en relación con ellas, precisamente con ellas, a las que el alivio siempre les quedará más lejos, ya que la huella de dolor que produce la pérdida, inesperada, brutal, de los seres queridos nunca se borra. 

Honrar la memoria de las víctimas es recordar la sinrazón de la violencia, de una violencia ciega que no puede ampararse en ideal político alguno: quien dice matar por un ideal, solo mata. No hay política en la muerte provocada, solo el asesinato de un semejante. No cabe olvidar a las víctimas y es, además, exigible el reconocimiento del mal causado por quienes justificaron o ampararon las acciones violentas. Por eso, tienen valor las palabras que acabamos de oír: el dolor de las víctimas “nunca debió haberse producido”. 

Nunca debió haberse producido. Solo a partir de este reconocimiento podemos aspirar, además de a una democracia sin violencia, a una democracia con memoria, a un futuro común de convivencia.

La historia no se puede cambiar, el futuro sí.