En una monarquía, el jefe del estado se elige por la sangre. Ésa es la definición más simple que se me ocurre.

La monarquía permite a un Estado identificarse poderosamente con un pasado casi mitológico que se remonta al origen de los tiempos. El rey es rey porque su linaje se extiende por una línea de padres a abuelos que llega hasta la antigüedad más remota. Esa continuidad dota fácilmente a una nación del sentido de unidad en la historia que necesita para sobrevivir como fenómeno identitario. Eso resulta útil para cualquier país, pues todos los países están orgullosos de su pasado remoto. A cambio, la monarquía puede evocar un pasado reciente no siempre tan glorioso: son muchos los ejemplos europeos en los que la monarquía, por su connivencia con dictaduras recientes, tuvo que desaparecer. La democracia se construyó negando a esos sistemas opresivos con los que tantos reyes colaboraron alegremente.

En general, la selección por la sangre de la más alta magistratura del Estado plantea problemas de compatibilidad con su carácter democrático. En un Estado en el que todo el poder emana del pueblo no hay espacio para un poder que emane de la historia, de la tradición o -en última instancia- de la divinidad. Por eso, la única manera de hacer compatible la monarquía con la democracia es que el Rey no tenga ningún poder y su función sea exclusivamente simbólica.

Eso es algo que entendió perfectamente el constituyente español de 1978. La reinstauración de la monarquía fue un deseo del dictador que podía evocar tanto el pasado nacional como al régimen franquista. No era realista intentar aprobar una Constitución republicana, porque la caverna no lo hubiera tolerado. Pero si se quería empezar la democracia con buen pie, era necesario asegurarse de que el Rey perdiera todos los poderes que le había cedido directamente Franco.

La Constitución se publica formalmente como una orden del rey, que es quien ordena que se cumpla. Pero esa es su última orden. A partir de la entrada en vigor de la Constitución el Rey se convierte en un mero símbolo. Pierde toda su capacidad jurídica y política. El artículo 56 asegura que los actos del Rey no son válidos si no los refrenda expresamente un Ministro. Así, es el Gobierno el que tiene que autorizar cada acto del Rey y el que, por ello, asume la responsabilidad jurídica y política del mismo. El rey es inviolable e irresponsable porque es jurídicamente un incapaz. Es como un jarrón o un palacio: muy decorativo, muy simbólico, pero no puede tomar ninguna decisión.

En nuestro sistema político, el Rey sólo mantiene dos poderes esenciales: el de negarse a ser utilizado políticamente, y el de administrar su patrimonio.

Los actos del rey los autoriza el Gobierno, pero la intervención gubernamental requiere la previa connivencia del propio monarca. Ese poder de negarse a ser utilizado asegura que no sea un juguete en manos del ejecutivo de turno y garantiza que mantenga la neutralidad necesaria para su función constitucional.

Por eso, Felipe VI dañó terriblemente su posición de símbolo institucional cuando el 3 de octubre de 2017 se dirigió al pueblo en un mensaje visado por el Gobierno en el que esencialmente asumía la postura del PP (y de Ciudadanos) ante el desafío soberanista. Ese día el Rey decidió, junto con el gobierno de Mariano Rajoy, presentarse en público como el representante, exclusivamente, de parte de la ciudadanía. Ni los millones de catalanes independentistas, ni muchos votantes de Podemos o el PSOE ni muchos otros ciudadanos podían sentirse representado en ese Rey repitiendo un discurso partidista.

Con ello, Felipe VI hizo el mayor daño posible a la institución monárquica. Tomó partido y dejó de aparecer como el símbolo de todos que constitucionalmente debe ser. Consiguió el aplauso de monárquicos, derechistas y defensores al ultranza de la unidad de España ( que a menudo son los mismos). Pero dejó de ser el símbolo que representa a la nación entera. En ese momento, además, rompió el pacto constitucional de 1978 y, para muchos, se presentó como la evocación histórica del franquismo antes que como el símbolo del origen remoto de la nación española.

Por eso, legítimamente, muchísimos españoles se sintieron ofendidos cuando el Rey, en un acto público, acompañando a un antiguo Presidente de los Estados Unidos, se fotografió explicándole el Guernica de Picasso. Ese cuadro, por su historia, representa como ningún otro la lucha contra el fascismo. Más allá de sus valores artísticos tiene para gran parte de la ciudadanía un valor sentimental y político innegable. Al situarse ante él, provocaba un contraste terrible. En ese momento, para muchísimas personas esa foto destacaba la conexión de la monarquía española actual con el régimen fascista de Francisco Franco, mediante la oposición entre el cuadro antifascista y el monarca que ha optado públicamente por la derecha españolista.

Era difícil que quienes durante la dictadura y la transición tuvieron en sus casas reproducciones del Guernica y quienes aún hoy lo usan para protestar contra las guerras y por los refugiados no recordaran en ese instante el origen franquista de la monarquía española.

Poner el acento en ese momento histórico es un error grave para un Rey que evidentemente no sabe administrar con espíritu constitucional su poder de negarse a determinados actos públicos.

Todo esto, además, sucede en el peor momento de la monarquía. Justo cuando se descubre que el Rey emérito Juan Carlos utilizó su otro gran poder legal, el de administrar su propio patrimonio, de la peor manera posible: evadiendo impuestos, escondiendo propiedades, colaborando con sobornos. Todo eso, presuntamente. Pero con una presunción que en la mente de tantas personas no admite ya duda. Sólo podrían disiparse en un juicio en el que Juan Carlos de Borbón respondiera ante un juez por sus supuestas tropelías financieras. Ese juicio nunca tendrá lugar.

No veremos a un Rey, siquiera emérito, ante el juez. Pero visto el desprestigio de una institución que utiliza sus pocas facultades para robar (supuestamente) y tomar partido público por una opción política conservadora, si yo fuera Princesa de Asturias empezaría a hacer las maletas, porque tal vez no llegue nunca a reinar. No se lo merecen.