España camina a buen paso para regresar a la asfixiante casilla de 2016. En realidad, a la casilla de 2015, pues fue en 2015 cuando empezó todo: el PSOE tuvo entonces en su mano defender desde el minuto uno que su abstención ante una virtual investidura de Mariano Rajoy era, como diría Manuel Valls, la salida menos mala para escapar a la endiablada aritmética que arrojaron las urnas del 20 de diciembre.

Podría apurarse un poco más y retrotraer el origen del actual bloqueo a la primavera de 2015, cuando, tras las elecciones andaluzas, resultó evidente que el PSOE era el único partido que podía formar gobierno, a pesar de lo cual el resto de los que tenían representación –PP, Podemos, Ciudadanos e Izquierda Unida– decidieron bloquear durante más de 80 días una investidura que solo podía recaer en Susana Díaz.

Herramientas del pasado

Una abstención de todos o de algunos de ellos habría puesto a andar la legislatura sin mayores costes: lo difícil para Díaz habría empezado después, cuando, una vez investida presidenta, hubiera tenido que negociar con la oposición un Gobierno de coalición, un pacto de legislatura y o una geometría variable.

Tal vez sin ser del todo conscientes de ello, los partidos estaban gestionando el multipartidismo con las rudas maneras del bipartidismo.

No se pararon a considerar que los nuevos tiempos exigían, pongamos por caso, una nueva conceptualización política de la abstención, despojándola de la carga ideológica que siempre tuvo en el pasado y que hacía, por ejemplo, inimaginable que en los años del bipartidismo el Partido Socialista o el Partido Popular se abstuvieran para que gobernara el otro.

Los nuevos tiempos exigen un uso mucho más refinado de esa civilizada herramienta conocida como abstención.

Un precio descomunal

En vez de aprender de los errores cometidos por sus adversarios en Andalucía, el Partido Socialista decidió repetirlos seis meses después, cuando la única opción de gobierno era la del Partido Popular, como lo sería, por cierto, en junio de 2016.

Es cierto que Pedro Sánchez pensaba –o parecía pensar o decían que pensaba– que en diciembre de 2015 era posible una mayoría alternativa a la de Mariano Rajoy, pero tal cosa era del todo inviable porque la inmensa mayoría de la nomenclatura socialista se oponía furiosamente a ello. Seis meses y unas segundas elecciones después evidenciaron lo ya sabido: que solo la abstención socialista podía evitar unas terceras elecciones.

Al final hubo, sí, abstención en octubre de 2016 y se evitaron las urnas, pero el Partido Socialista pagó por ella un precio descomunal: un precio que diez meses antes habría quedado en simple calderilla si quienes, como Susana Díaz, pensaban que había que abstenerse se hubieran atrevido a proclamarlo y defenderlo.

¿Pero acaso la mayoría de la moción de censura de 2018 que hizo presidente a Sánchez no demuestra que tenía razón en diciembre de 2015? En absoluto. El éxito de la moción fue posible precisamente porque Pedro había derrotado dentro de su partido a quienes opinaban lo contrario.

Investir y gobernar

Esclarecidas las claves del pasado, vengamos a lo de ahora. Ciudadanos y el Partido Popular no se van a abstener para hacer a Sánchez presidente: si lo hicieran no le pondrían las cosas más fáciles al PSOE, pero sí al país. Tendríamos presidente, pero este, para gobernar, tendría que ponerse a buscar los apoyos que ahora está buscando para ser investido.

La gobernación de un país es un hecho real, material, mientras que la investidura de un presidente es un hecho retórico, formal (que no es lo mismo que irrelevante). La investidura es el semáforo cuya luz verde autoriza al tren a circular, pero, estúpidamente, la hemos convertido nada menos que en el viaje mismo.

Negociación cerril

Ahora, Partido Socialista y Podemos están enfrascados en una negociación más bien cerril donde está en juego la gobernación del país porque Pedro Sánchez no quiere de ninguna manera sentar ministros de Podemos en su Gobierno y Podemos no quiere de ninguna manera no sentarlos. Pocas veces la gestión de un hecho tan banal habrá requerido tantas energías y generado tanta perplejidad.

¿Banal?, se preguntarán los estrategas rojos y morados. ¿¿¿Banal entrar o no entrar en el Gobierno???

En efecto, banal. Banal ahora y banal en el pasado: cuando Susana Díaz y Ciudadanos negociaron la investidura de la primera en 2015, los naranjas prefirieron no entrar en el Gobierno, pero si hubieran decidido lo contrario el Partido Socialista habría tenido que aceptarlo y ello no habría tenido mayores consecuencias; y cuando Mariano Rajoy y Albert Rivera negociaron la investidura del primero en 2016, de nuevo los naranjas no quisieron carteras ministeriales, pero si las hubieran querido al Partido Popular no le habría quedado más remedio que resignarse a ello y la cosa no habría tenido mayores consecuencias.

¿Estrategia o comodidad?

La novedad ahora es que Pedro Sánchez no quiere resignarse a dar entrada a Podemos en su Gobierno. No quiere ver que sin los morados no podrá ser de nuevo presidente.

Como cualquier jefe de Gobierno, Sánchez se sentiría muchísimo más cómodo si todos los ministros fueran de su partido o fruto de su sola voluntad; el coste –ideológico, personal, electoral, territorial– de un Gobierno monocolor con apoyo parlamentario sería, en principio aunque eso nunca se sabe, menor que el de un Gobierno bicolor, pero es que las condiciones para formarlo no las pone el presidente, las pone la aritmética del Congreso.

La presencia de ministros de Podemos en el Consejo, ¿asustaría a los mercados?, ¿daría alas al soberanismo? Es poco probable. Lo que asustaría a unos y daría alas a otros sería un programa de gobierno que exigiera la condonación de la deuda o el indulto a los presos independentistas. Pero no conocemos tal programa: de hecho, no conocemos ningún programa. 

Mejor que sea un farol

La amenaza de repetir elecciones es un farol. Mejor que sea un farol: solo puede ser un farol, porque de no serlo sería una irresponsabilidad.

¿Ir otra vez a elecciones por una discrepancia banal? ¿Arriesgarse a una abstención de caballo solo porque uno quiere gobernar como si dispusiera de una mayoría de la que no dispone? ¿Jugarse una mayoría precaria pero inequívoca llamando a la gente a las urnas para volver a obtener, en el mejor de los casos, otra mayoría puede que no menos inequívoca pero seguro que no menos precaria? Salvo los más acérrimos de uno y otro partido, pocos electores lo entenderían.