En homenaje al talento y la virtud de su recién fallecido autor, Jorge Martínez Reverte, rescatamos para los lectores de El Plural la reseña, hoy inencontrable en los mares de internet, de su libro ‘Guerreros y traidores. De la guerra de España a la guerra fría’. Lo publicó Galaxia Gutenberg en 2014 y es un retrato del brigadista norteamericano Bill Aalto y su tiempo, pero, quizá mucho más que otros libros suyos, tiene mucho también de retrato indirecto y como en escorzo de su autor. En sus páginas es posible rastrear buena parte del pensamiento general y del talante político-moral de Jorge Martínez Reverte.

***

Cuando en la primavera 1940, hablando de hombre a hombre en el asiento trasero de un coche aparcado en el campus de la Universidad de Ohio, el brigadista William Aalto, veterano de la guerra de España, le confesó a su camarada del Partido Comunista norteamericano Irving Goff que era homosexual, el pobre y confiado Bill nunca pudo imaginar que justo en ese momento estaba cavando la tumba de su deshonor y su desgracia.

Su amigo, su semejante, su compañero en las heroicas acciones  de la Brigada Lincoln en los años 37 y 38 lo delataría más adelante y Aalto sería expulsado del partido, vejado por sus más cercanos camaradas, perseguido por el FBI y vetado para alistarse en el Ejército regular o formar parte las fuerzas especiales que Washington entrenaba secretamente en sigilosos campamentos antes de enviarlas a luchar contra Hitler en la retaguardia. William Aalto reunía las mejores credenciales para ese trabajo guerrillero de volar puentes, destruir ferrocarriles, sabotear fábricas o estrangular colaboracionistas sin dejar el menor rastro.

Neoyorkino de origen finlandés, William Aalto era valiente y tenía experiencia, sabía matar y sabía escapar de la muerte en plena retaguardia enemiga. También era comunista, pero incluso ser comunista podía disculparse cuando había que combatir a alguien como Adolf Hitler. Al abogado y diplomático William Donovan, héroe de la Gran Guerra y organizador del servicio secreto norteamericano de espías y saboteadores, no le importaba demasiado que entre sus hombres pudiera haber comunistas; ni siquiera que pudiera haber homosexuales. Lo único que buscaba era hombres valientes y experimentados. Y si además odiaban el fascismo, todavía mejor.

Pero lo que el republicano Donovan era capaz de perdonar, la doctrina oficial emanada de Moscú no estaba dispuesta a pasarlo por alto. Un héroe comunista no podía ser maricón. Tenía que elegir. A William Aalto, antes de su expulsión del partido, le dieron la oportunidad de elegir, o comunista o marica, pero aquel gigantón de casi dos metros de estatura y una sangre fría en el combate fuera de toda duda solo podía echarse a llorar como un niño ante una elección imposible. ¿Cómo hacerles comprender a sus camaradas que su homosexualidad no era una enfermedad, ni una elección, ni una depravación, ni un devaneo, sino que era simplemente una condición vital como lo era su estatura o su arrojo, una condición que, desde luego, podía ocultar, como había hecho durante tantos años, pero no extirpar?

El periodista, escritor e historiador Jorge Martínez Reverte cuenta en Guerreros y traidores. De la guerra de España a la guerra fría la historia particular de ese hombre desventurado y valeroso llamado William Aalto que a la postre acabaría devorado por la derrota y destruido el alcohol, pero cuenta también la historia general de un tiempo poblado no solo de idealistas y de canallas, ni siquiera de canallas camuflados de idealistas, sino de algo peor: de idealistas a los cuales su idealismo les condujo a ser unos canallas sin sospechar ni remotamente que estaban siendo unos canallas. Se puede ser canalla por muchas razones: por maldad, por cobardía, por estupidez, por ambición, por pereza, pero también se puede serlo por todo lo contrario: por creerse demasiado auténtico, demasiado inteligente, demasiado previsor, demasiado compasivo. Muchos dirigentes fascistas de primera hora fueron canallas de esta estirpe sobrecogedoramente idealista, como lo fueron muchos dirigentes comunistas, pues a ambos los unía no una misma fe, claro está, pero sí un mismo formato de fe: una fe que creía saberlo todo, abarcarlo todo, preverlo todo, juzgarlo todo, una fe cuyos adeptos podían torturar, encarcelar o asesinar a sus amigos, sus vecinos o sus compañeros de partido y hacerlo además con lágrimas en los ojos y con el pecho henchido de generosidad y compasión.

Pero una fe cuyos adeptos también podían ser solidarios hasta el extremo de dejarlo todo, familia, amigos, trabajo, estudios en Maryland, Montana o California para embarcarse con destino a una remota península en guerra donde se jugarían la vida para ayudar a desconocidos cuya lengua no entendían y cuyas costumbres les eran ajenas. La fe que trajo hasta España a William Aalto, Irving Goff, George Orwell o incluso a Ernest Hemingway o John Dos Passos, esa misma fe fue la que condenó irremisiblemente a Aalto por ser homosexual, por ser aquello que le era existencial y metafísicamente imposible dejar de ser.

Pero, en tal caso, ¿dónde estaría entonces la delgada línea roja que separa a los idealistas de los canallas? Esa línea, ay, nunca está en el mismo sitio, en el pecho y en la conciencia de cada hombre esa línea cae a veces un poco más acá, a veces un poco más allá. William Aalto fue acosado por los agentes del FBI y del senador McCarthy y tuvo la ocasión de salvarse a sí mismo delatando a sus camaradas, a los mismos que lo habían delatado a él, pero no lo hizo. Irving Goff era un idealista pero fue un canalla. Aalto era también un idealista pero no fue un canalla. Eso no significa, sin embargo, que fuera un santo. Ni un tipo fácil. Borracho de ideales, Bill Aalto se jugó el pellejo liberando a 300 presos republicanos en una audaz operación guerrillera en el fuerte de Carchuna, en la costa de Granada. Unos años más tarde, ese mismo Bill Aalto, borracho de alcohol, quiso rebanarle el pescuezo a su amante el poeta James Schuyler, quien recordaría en un poema a Aalto como alguien encantador con quien seguía soñando muchas noches pero alguien también que, transfigurado por las copas, era capaz de las mayores atrocidades: “Cuídate de los finlandeses –escribe conmovedoramente Schuyler-./ Son asesinos cuando beben”.  El primer Bill Aalto era un hombre erguido y confiado, con todas sus ilusiones intactas; el segundo era ya una amarga, alcoholizada y resentida sombra del primero. Sabía luchar pero no le habían dejado luchar. Quería escribir pero no sabía escribir.

El libro de Jorge Martínez Reverte tiene las dos cosas que nunca puede dejar de tener un buen libro de historia: sinceridad y precisión. Guerreros y traidores no es solo una apasionante crónica histórica cuya lectura atrapa como lo hace cualquier buena novela, es también y sobre todo un relato moral, y es que no hay ni un solo gran libro de historia o incluso de literatura que no sea en el fondo un relato moral. Reverte, sin embargo, no juzga apenas a unos personajes que siendo históricos no pueden dejar de ser literarios. Cuando cerramos el libro tenemos una imagen bastante perfilada de Aalto, de Goff, de Donovan, incluso de Hemingway. ¿Fueron todos ellos como los pinta Reverte? La pregunta parece razonable, pero en realidad no lo es. Tan poco razonable como preguntar si el héroe de Por quién doblan las campanas fue realmente como lo pintó Ernest Hemingway, quien imaginó a su Robert Jordan a partir precisamente de los rasgos reales y las hazañas reales de hombres como Goff o el propio Aalto. No sabemos si los personajes de Guerreros y traidores fueron tal como aparecen aquí retratados; sí  sabemos –y notamos y sentimos- que en ese retrato del escritor madrileño todos esos tipos respiran y están vivos, tan vivos como los personajes de las buenas novelas. 

Jorge Martínez Reverte ha escrito muchos libros sobre la guerra de España. Durante la presentación de este último en Sevilla una lectora le preguntó por qué escribía tanto de la guerra civil, si había algún motivo personal para ello. El autor no acabó de dar una respuesta concluyente a la pregunta. Tal vez le interesa tanto la guerra española porque es una guerra que el autor, y con él muchos de nosotros, no ha acabado de entender completamente pues, al igual que le sucede a Aalto en comparación con su delator Goff, fue una guerra moralmente más aleatoria, contradictoria y compleja que la I o la II Segunda Mundial y, sobre todo, porque fue una guerra que en realidad no ha terminado todavía y que solo terminará, tal vez, cuando hayamos logrado comprenderla cabalmente y apiadarnos al fin de sus protagonistas, de sus guerreros y de sus traidores, de sus idealistas y de sus canallas. Historias como la de Bill Aalto nos ayudan a ello.