Tenemos al joven Alberto Garzón  (Logroño, 1985) de bolos por las Españas explicando que prefiere ser comunista a ser de izquierdas y que ello no es contradictorio con fardar de aifón último modelo sino más bien apurar las contradicciones del sistema. Tenemos a mi altocargo comiéndome la oreja con que la cacofonía del titular no es admisible para una trayectoria (la mía) con máster cum laude. Que podía haber sido “Garzón, comunista con iphone”  o “Garzón y su iphone”, lenguaje más directo y limpio y no esta sonoridad espantosa que araña el oído. Pero el cuerpo me pide un poquito de on.

Va repitiendo Garzón sin empacho que Carrillo fue un moderado, que se domesticó con la memez del eurocomunismo, se plegó a las exigencias del guión de la pantomima de la transición (on)  y que fue esa y no otra la causa de la causa del mal causado al comunismo español y su penoso caminar de derrota en derrota por el campo electoral. Sostiene el joven Garzón que aquella contradicción terminal (comunismo& moderación) hizo añicos las aspiraciones de la clase obrera, alfombrando al capitalismo más atroz.

Lleva una sus trienios preguntándose por la razón última de la injusticia social, de la galopante desigualdad, de los desahucios dramáticos, del hedor insoportable de la corrupción y no se me había ocurrido ni por asomo que Santiago Carrillo fuera el culpable original por su blandenguería doctrinal. Más bien, como soy facilona (menos cachondeo) y llevadera, creía yo que Santiago Carrillo había contribuido con gran sentido histórico a la consolidación de la tambaleante democracia y ya sin peluca a desmarcarse del paraíso de la Unión Soviética y sus playas de arena blanca donde están enterrados los cadáveres y los sueños de millones y millones y millones de seres humanos.

Sólo es cuestión de imaginar  al valeroso joven Garzón en los años del estertor de la dictadura, con la policía política, con el terrorismo etarra, de los Gal y de la extrema derecha, defendiendo sin mariconadas los principios innegociables del comunismo que en ningún caso se dejaría comprar por el plato de lentejas de la legalización, frente al entreguismo carrillista con Suárez y el Rey.  

Qué pena que ese coraje y esa disposición férrea para sostener con todas las armas (supongo que habla en serio el muchacho) a su alcance la pureza comunista se verifique cuarenta años más tarde y no pueda viajar en el tiempo y contrastar su heroica determinación con las cárceles y los carniceros torturadores de la represión franquista. Enorme y seco valor el de este hipster de 31 añitos criado en libertad con leche de cereales y yogurines y bollicaos y  Espinete y don Pimpón, que ha tenido la mala suerte de nacer demasiado tarde y sufrir en carne viva el espanto de esta  democracia capitalista.

Iba a recomendarle al joven Garzón la lectura de la autobiografía de Koestler o las memorias de György Faludy, más canallas, pero se me antoja que podrían provocar cierto principio de contradicción en sus convicciones firmemente comunistas y anticarrillistas y no seré yo quien le quite la ilusión. Al respecto mi altocargo sostiene tres:

Uno.- Que ha encontrado (Garzón) en Carrillo, el pobre, la expiación de su propia cacofonía política y del pavoroso proceso de absorción y ninguneo de Izquierda Unida por el populismo podemita.  

Dos.- Que el muchacho posturea  con este radicalismo de boutique con aifón, de la misma manera que hace nostalgia de un republicanismo gaseoso y algo heidi que el comunismo español nunca asumió. Debería saber (Garzón)  que a los comunistas (como a los socialistas de entonces) les traía al fresco la República burguesa y que su “lucha final” no era otra que la instauración feliz de la dictadura del proletariado, como no podía ser de otra manera.

Tres y sobre todo.- Coño, Cristina, me dice en su tono mandón, trazamos el camino y lo recorreremos juntos hasta el infinito y más allá, pero no hurgues en las contradicciones del personal que luego te apedrean sin piedad en el gallinero de las redes sociales.

Vale, lo que tú quieras moderado carrillista, le espeto de tacón, pero que conste que ya en la facultad andábamos por los pasillos canturreando “policía para qué si tenemos al pece”.

Dice mi altocargo que como cabezona y como pibón, no tengo parangón.