A menudo nos quejamos de la vida, como si ella tuviese la culpa de algo. La vida es solo vida, acotada por unas reglas que no elegimos. No tenemos influencia sobre ella, pero sí tenemos algún tipo de poder sobre la nuestra, por ejemplo, podemos ser perezosos o activos, aprender cosas nuevas o tirar las horas al sumidero de los ocios viciosos que decoran la desfachatez de lo cotidiano. La gente cobarde culpa a la vida de todos sus males, cuando el único problema radica en su vida.

La vida no es culpable de que hayamos elegido vivir a la sombra de lo inmediato, de los placeres desechables, del derroche sin mañana o de nuestra falta de esfuerzo. Tampoco es culpable de nuestra falta de autocrítica. La vida es ajena a nuestra voluntad y no podemos eliminar de ella lo que duele: la pérdida, la enfermedad o la muerte, pero sí podemos elegir cómo vivirla a pesar de todo. El único obstáculo es el miedo, y nos pertenece.

Vivir sin reflexionar y sin aceptar las dificultades sería como viajar con los ojos cerrados. Nos podríamos quejar de no estar donde deseamos, pero no hicimos nada para ver por dónde íbamos. La ausencia de autocrítica es la más peligrosa de las derivas. Sin embargo, mucha gente vive a la espera de un milagro o de que alguien llame a su puerta y le ofrezca todo lo deseado.

Todos hemos caído en algún momento en la vaga comodidad de afirmar “la vida es una mierda” o en la patología de buscar los culpables de nuestros males. Quejarse está al alcance de todos y evita insomnios, porque narcotiza la responsabilidad moral. Por el contrario, asumir nuestra responsabilidad para vivir como deseamos implica trabajo y múltiples fracasos.

El fracaso es solo un momento que nos indica algo: debemos hacer las cosas de otro modo. No hemos atinado y debemos volver a intentarlo, pero esto tampoco exime la reiteración del fracaso. El único fracaso absoluto y terrible es no haber fracasado nunca. El fracaso es un síntoma que indica una colección de intentos fallidos, como extractos del deseo que no pudo redimirse en la conformidad de los préstamos. Es necesario hacer un elogio del fracaso, desvestir su ropaje de temor y dudas, pero este es otro tema.

Retornando al tema de la queja, no me opongo a ella, pero debe ser transitoria y breve. Si se prolonga y es complaciente, entonces se convierte en el altavoz de la cobardía. La queja debe ser el primer paso para la crítica, y la crítica se acompaña de conocimientos, experiencias y experimentos. Estos se adquieren al situar nuestro cuerpo ante variopintos escenarios, practicar la escucha atenta, la lectura lento y la reflexión sin evasiones; hábitos que rara vez se practican y pocas veces se producen en armonía y equilibrio, pues la vida aparece siempre asaltada de otras urgencias. Nuestro mundo contemporáneo, acelerado y volátil, parece conducirnos hacia el fracaso absoluto. Hasta aquí mi queja.

Tras la queja, la crítica debe ir acompañada de coherencia. Ser coherente significa autoconocerse y conocer los límites del mundo que nos rodea. La coherencia es el cortafuegos de los energúmenos que se consideran críticos, pero solo son exaltados unidireccionales. Ser coherente implica utilizar el lenguaje con la responsabilidad del significado que producimos y ser justos con él. Si caemos en contradicciones o contrasentidos, entonces debemos reformular nuestras ideas para ajustarlas un poco mejor a nuestra intención comunicativa y nuestro deseo. Fracasamos, lo intentamos de nuevo. La coherencia también es pedir perdón y asumir los errores de nuestros actos, con el consecuente trabajo de reparación. La crítica coherente debe desembocar en la acción, de lo contrario se convierte en un desquiciado juego sexual que nunca culmina en la celebración orgásmica.

Hace unos días una estudiante de un curso de filosofía me escribió diciéndome que la filosofía le resultaba terapéutica. Estoy completamente de acuerdo con ella. Cuando empecé a leer filosofía, gracias a las clases y recomendaciones de los profesores del Instituto, mi terapia en un primer momento consistió en saber que no estaba solo. La filosofía apareció como un arsenal de teorías sobre diversas consideraciones éticas, todas ellas tenían el objetivo común: la búsqueda de la vida feliz. Si todos buscamos esa vida feliz, ¿por qué nos quieren quitar y/o reducir la única asignatura que reflexiona sobre la felicidad? Pretender la honestidad entre el deseo y la vida es la mejor de las terapias, eso nos enseña la ética y nuestra crítica consiste en exigir su cuidado público. Un sociedad infeliz, quejica y acrítica dará como resultado inevitable la barbarie.

Todas las teorías éticas me parecían necesarias, todas me seducían, aunque pronto me di cuenta de que muchas de ellas eran incompatibles entre sí. Entonces comenzó el siguiente paso: elegir. Luego vendría transformar esas teorías en algo propio y, por último, vivir siendo honesto con esas ideas. Aunque muchas teorías no se ajustan a mis inclinaciones o mis creencias, incluso pueden ser opuestas, estas siguen siendo valiosas, pues hacen posible que me aproxime a personas que piensan de una forma completamente distinta. En esta posibilidad radica el cambio y la escapatoria al fracaso.

No hay que caer en un error: la filosofía no puede conducir nuestros actos. La filosofía no tiene soluciones vitales, consejos o recetas que prometan la paz, la beatitud o la felicidad. La filosofía puede conducir la queja hacia la crítica, y una vez que somos capaces de criticar, nos ponemos manos a la obra para modificar nuestra vida, sin caer en la citada pedantería anorgásmica. La filosofía debe ser performativa, asumiendo la valentía de convertir las ideas en experiencia, los deseos en lenguaje y las teorías en rumbos provisionales, dando voz al universo inestable, contradictorio e históricamente boicoteado de las pasiones humanas. La filosofía hoy debe tomarse la revancha del cuerpo. Si las ideas no se viven no sirven para nada. Sin la experimentación el conocimiento es un trapo sucio que desplaza el polvo.

La filosofía no puede seguir quedándose fuera de la sociedad, las personas no podemos seguir naufragando en la queja: “la vida es una mierda”. Es momento de convertir esa queja en una crítica que nos aproxime al modo de vida que deseamos. En esa búsqueda puede acompañarnos ese cómplice infinito que es la filosofía.

Muchas personas afirman: “la filosofía es muy difícil”. No creo que lo sea, solo merece un tiempo especial, sin interferencias, donde paciencia y reflexión van de la mano. Lo que me parece realmente difícil es tener una vida plena sin considerar críticamente nuestros miedos, que son nuestros límites. La filosofía aquí ayuda, pues proporciona la complicidad de la reflexión crítica para pensar nuestra vida más allá de la coacción de la herencia y de los límites del contexto. Filosofía no es un exhibicionismo conceptual de barroquismo teórico (aunque muchos filósofos adopten este consagrado postureo académico). Hay personas que hablan de filosofía, pero no viven filosóficamente.

La filosofía es solamente un entrenamiento necesario para vivir siendo más justos con nosotros mismos, más críticos con la sociedad y, en definitiva, más libres si somos capaces de convertir las ideas en carne. Vivir filosóficamente es vivir arriesgadamente, otras vidas optan por la queja, su actitud radica en no fracasar, logrando así el fracaso absoluto: vivir una vida ajena.

(*) Sergio Antoraz es Doctor Mención Internacional en Filosofía.