Le hemos robado el arranque a Buñuel para cuadrar la obsesión (es la palabra) por la tele de los políticos así tomados, en general y uno a uno, de cualquier partido y condición, estatura, origen social, ideología y carácter. Mi altocargo tiene un amigo con el que le falta acostarse que conoce bien el paño. Durante años, casi una década, se le veía producirse por los pasillos de Prado del Rey, ciertamente interminables.  

Frente a la teoría de que un segundo de la eternidad podría ser el tiempo que transcurre desde que el ala de un gorrión roza una bola de acero del tamaño del sol hasta partirla por la mitad, el amigo de mi altocargo sostiene que los pasillos de Prado del Rey no le andan a la zaga: la eternidad sería ese laberinto de luces de neón y puertas que se abren y se cierran donde siempre hay gente entre lamentos y las ánimas de los directores generales desde antes incluso de Calviño (sí, el padre de la novísima ministra) revoloteando por las parrillas de iluminación.

Veamos, dice, en tono pedagógico con cachondeo de fondo: el franquismo se murió a pesar de que en la mejor y única televisión de España había que entrar con el carné en la boca. Ucedé perdió las elecciones a pesar de que se instaló a sus anchas, un sitio que Suárez por cierto conocía muy bien. Felipe González perdió las elecciones con todo su golpe de Calviño y Pilar Miró.

No le fue mejor al aznarato, incluidos aquellos días negros empeñados en convertir en etarras a los terroristas de Atocha. Nada pudo hacer Zapatero con sus buenos afanes de sacar a la televisión pública del abuso político porque al día siguiente de ganar las elecciones Rajoy sin pudor ni vergüenza cambio la ley para colocar a sus amigos, con al aplauso entusiasta de esa media España a la que le gusta que cuando ganan los suyos sea para que se note, coño.

Quiere decirse que, contra lo que los políticos piensan con sus tripas, la televisión no gana ni pierde elecciones, aunque lo intente. Más bien la verdad es que la televisión pública suele ser la excusa: si las ganan, las ganan ellos; si las pierden es por culpa de la tele, que no ha hecho bien su trabajo propagandístico.

Se oye mucho en el gremio que lo mejor de Zapatero fue ese intento de sacar a la tele del fuego cruzado de la política. Sí y no. Sí porque la ley iba bien encaminada en ese sentido. Y no, sobre todo no, porque la ley no garantizaba una financiación estable, que es la verdadera garantía de la independencia. Estuvo bien, es más, muy bien, quitarle la publi. Pero estuvo mal, es más, muy mal, que a cambio de ese regalo a las privadas, no se le diera seguridad jurídica a su financiación, con lo que la dejó desnuda a los pies de los entusiastas del austericidio.

La obsesión está de vuelta y los pasos apuntan, a pesar del lamentable baile de la yenka de Ciudadanos (¿qué ta pasó Rivera, aún sigues desnortado?) a los años de Luis Fernández, con diferencia la etapa de mayor calidad e independencia política de la historia.

Lo suyo es proteger a la tele pública de las garras políticas y la clave no está en la forma de la elección del nuevo jefe, que también, sino en que la pasta se garantice por ley y no dependa de los humos de los presidentes de los gobiernos, censurados o sin censurar.

Dicho lo cual yo intervine para sumarme con entusiasmo a la moción y cuchichear que en los mentideros habituales se hablaba mucho de Fran Llorente.

 --¿Quién?, dijo el amigo de mi altocargo.

-- Fran Llorente, repetí.

--Hostia, ese tío es colega mío. Voy a llamarlo ahora mismo. Echa de menos uno la nostalgia de la eternidad de aquellos pasillos.