Pocas veces habrá habido un aniversario constitucional tan triste como este de 2018. Y no tanto porque sea objetivamente más amargo que el de 2017 o el de 2016 como porque, al tratarse de un número redondo como 40 años, resultan más patéticos los achaques y las arrugas de la carta fundacional de la actual democracia.

Si, al igual que en 1931, lo más costoso de negociar en 1978 fue la cuestión territorial, 40 años después es esta misma cuestión territorial la que ha hecho entrar en crisis a la Constitución. El nacionalismo catalán fue un agente puntilloso pero integrador hace 40 años; un agente, además, muy relevante. Hoy ese nacionalismo es abiertamente anticonstitucional: se ha tornado secesionista y los efectos de su desafiante deriva han llegado incluso a condicionar el voto en las elecciones andaluzas.

Los demás cambios y ajustes que precisa la Carta Magna son en realidad pan comido. Lo difícil es encontrar un diseño territorial capaz de suscitar el consenso de 1978. Se dice, y no en vano, que una Constitución no suscita consenso porque sea buena, sino que es buena porque suscita consenso. Que es el consenso lo que la hace buena. Y hoy por hoy parece imposible lograr ese consenso.

Sería funesto caer en la tentación del unilateralismo en que viene cayendo con los resultados de todos conocidos, el soberonanismo catalán. La II República también cayó en cierta medida en tal tentación, en el sentido de que sus valedores más inteligentes no fueron capaces de generar el consenso nacional suficiente que habría garantizado la perviviencia del régimen. Puede, sencillamente, que el consenso que fue posible en 1978 no lo fuera en los años 30.

¿Lo que fue posible en 1978 sigue siéndolo 40 años después? El problema principal no es que no sea posible, pues en realidad no lo sabemos; el problema principal es que quienes dicen que hoy no es posible el consenso creen sinceramente que es bueno que no sea posible, y lo creen porque piensan que de la crisis nacional derivada de la falta de consenso saldrá un país mejor en el que, por fin, los buenos habrán vencido a los malos. Muchos republicanos de buena fe pensaban lo mismo hace 80 años. Por fortuna, pocos demócratas de buena fe seguían pensándolo en 1978.