La España democrática estrenará próximamente su octava ley de educación, tras superar ayer su último trámite en el Senado. Sería una buena noticia total si no fuera porque las derechas se han conjurado para boicotear su aplicación hasta donde les sea posible.

En las democracias occidentales, el mal perder era un lastre específico de la derecha española hasta la reciente derrota de Donald Trump, que ha demostrado ser muchísimo peor perdedor que Mariano Rajoy en 2004 o Pablo Casado en 2019, simples aprendices comparados con el maestro.

La entrada en vigor de la Ley Celaá pondrá de nuevo a prueba a las derechas españolas, decididas a buscar desde las comunidades autónomas donde gobiernan mecanismos legales y administrativos para burlar la ley.

A fin de cuentas, no serían los primeros: desde hace años, el soberanismo catalán viene demostrando que se pueden burlar más o menos impunemente no ya preceptos importantes de legislación educativa general, sino incluso sentencias judiciales que obligan al cumplimiento de la misma.

Quid pro quo

De entrada, el PP ya ha dicho que lo primero que hará cuando vuelva al poder será derogar la ley ahora aprobada.

Claro que en eso su conducta no es distinta a la de quienes estaban en la oposición cuando se aprobó la Ley Wert. El 17 de julio de 2013, todos los partidos de la oposición salvo UPyD suscribían, con el PSOE a la cabeza, el solemne compromiso de derogarla “en el primer periodo de sesiones” de la legislatura en que alcanzaran el poder.

El único momento en que casi casi fue posible una ley educativa ampliamente pactada tuvo lugar en el segundo mandato de Zapatero: el avanzado consenso sobre la que habría sido la Ley Gabilondo se vio frustrado en el último momento por el PP, cuando comprendió que tenía ganadas las siguientes elecciones, como así fue, y podría hacer la ley educativa que quisiera, como así fue, favoreciendo sin complejos y con notable éxito a la enseñanza privada sufragada con fondos públicos.

De la Ley Celaá, lo que ha enervado particularmente a las derechas y a los colegios concertados, mayoritariamente católicos, es su determinación de acabar de una vez por todas con esa desigualdad –estructural y consentida desde hace decenios– consistente en el pago –optativo en teoría, obligatorio en la práctica– de cuotas que resultan prohibitivas para las familias modestas que pretenden llevar a sus hijos a un centro concertado.

Creyentes y pecadores

¿Y por qué querría una familia de clase baja o media baja llevar a su hijos a un centro concertado? En general, por la misma razón por la que lo hacen las familias de clase alta o media alta: no por la calidad de su educación reglada, sino por la calidad de quienes serán los compañeros de pupitre de sus hijos.

No siempre sus motivos son sociales en vez de educativos, claro, pero los casos en que es así son excepcionales: porque el centro está unánimemente reconocido por los expertos como excelente en términos educativos y pedagógicos; porque ofrece enseñanza bilingüe; o porque es muy muy pero que muy católico y los padres también lo son.

Como le gusta recordar a la derecha en estos trances, muchos políticos de izquierdas a los que se les llena la boca elogiando la educación pública llevan a sus hijos a la privada, concertada o no.

Y tienen razón en su reproche, pero tanto como la tienen los ateos cuando afean a los creyentes el incumplimiento reiterado de su credo. Ciertamente, los católicos pecan tanto como los ateos, pero su mala conducta no desmiente su buen credo: que se porten mal no significa que no sepan en qué consiste portarse bien.

Y lo mismo sucede con la legislación laboral. Un empresario de izquierdas contrario a la reforma laboral no suele dejar de aplicar unas leyes que le son favorables porque con ellas puede contratar y despedir más barato. O con los impuestos: nadie, por muy socialdemócrata que sea, paga más impuestos pudiendo pagar menos. Del mismo modo, nadie elige para su hijo compañeros de pupitre pobres si puede elegirlos ricos.

El tamaño de la bandera

La bandera de las derechas en materia educativa la ha sintetizado en varias ocasiones el consejero de Presidencia y portavoz de la Junta, Elías Bendodo, con cierta aspereza: “La voluntad del Gobierno andaluz es que los padres puedan llevar a sus hijos al colegio que les dé la gana. No hay que tenerle miedo a la libertad”.

Obviamente, Bendodo no puede no saber que esa libertad que tanto proclama solo pueden ejercerla las familias con ingresos suficientes para pagar 80, 100, 200 o 300 euros al mes por hijo matriculado, aunque la horquilla varía mucho porque no hay estudios oficiales de alcance estatal, ¿y cómo habría de haberlos si tales cuotas no existen oficialmente porque están prohibidas por la ley, por cierto, desde mucho tiempo antes de la Ley Celaá?

Es, en todo caso, poco probable que la nueva ley consiga su objetivo de acabar con el ventajismo estructural de la concertada. ¿Por qué? Porque quienes disfrutan de tal ventaja –y no del todo gratuitamente, pues les cuesta su buen dinero– son demasiado numerosos. El tamaño importa.

Todas esas decenas de miles de familias –una cuarta parte de la enseñanza reglada no universitaria es concertada– que pueden pagar y pagan una cuota mensual para dar a sus hijos un capitalito social de conexiones y amistades que podría serles muy valioso en el futuro no van a permitir que en sus selectos colegios pueda matricularse cualquier pobre solo por vivir cerca. ¡Faltaría más!