Mirándome ora a los ojos, ora a las rodillas, una vez hace algún tiempo, me dijo Alfonso Guerra en su versión evangélica: si sólo pudiéramos leer un libro en toda nuestra vida, ese libro no puede ser otro que “El mundo de ayer”, de Stefan Zweig.

Es jueves, octubre, 24: la memoria genocida de los vencedores ha sido arrancada del templo de su exaltación; se acabaron los selfies de los cachorros de Vox en el Valle de los Caídos. En la radio hacen un limpio trabajo, frases cortas, descripciones precisas y neutras.

La descripción del franquismo residual es patética: aquellos nietos del dictador que salían en el nodo con pantalones cortos ahora son ancianos; un par de centenares de personas atrapadas por su nostalgia; Tejero, muy mayor, se sienta a descansar. Hermosísima metáfora. Hoy, me dije, se acabó el mundo de ayer. Dejé que unas lágrimas asomaran por mis mejillas. Conviene que en momentos tales no seamos cicateros con las emociones.

En el centro he quedado con un altocargo que lo fue y que, de alguna manera, lo sigue llevando puesto; en la piel, en la forma de mirar el mundo, en el trabajo que le cuesta retener las fugas de ego rebozadas de vanidad. Le propongo seguir el rastro de las tapas de Obama. ¿Mitómana?, me dice. No, más bien novelera. 

Nos atropellamos los turnos de palabra. La cosa es retomar un viejo proyecto documental sobre el gran libro de Trapiello, “Las armas y las letras”: la cobardía de Neruda, las poses de León Felipe en las trincheras para luego volver a los palacios incautados, la integridad crítica de JRJ, que escribió de él: lo de Felipe se entiende pero ¿lo de León? El rezo patriótico, amargo y final de Azaña: Paz, Piedad, Perdón.

Pero enseguida reaparecen, quizá yo misma, Guerra y Stefan Zweig y una breve disputa sobre la fonética del alemán, que es, normalmente, lo que hacemos los que hemos leído libros cuando vamos de tapas. Y Santos Juliá, que acababa de morirse y venía a juego con el tema y sus seiscientas espléndidas páginas de la “Historia de las dos Españas”.

De nuevo con Zweig (léase Tsvaik) y esa visión del mundo de ayer que le amargó hasta el suicidio. Una cita de Shakespeare para explicarse a sí mismo cómo era posible que conceptos como paz y humanidad fueran considerados anticuadas debilidades en los años del advenimiento del nazismo/fascismo/franquismo:”un cielo tan cargado que no se despeja sin tormenta”.

Y en “El mundo de ayer” era imposible que no apareciera Rilke, lo que aproveché (las tapas de Obama no daban mucho de sí) para ponerme estupenda y contarle que una vez tuve un pretendiente que me lo recitaba sin traducir. Caía la tarde, afuera gentrificaba sin compasión. Gracias, me dijo, mirando de soslayo mis rodillas, no esperaba que el último día del mundo de ayer resultara tan apasionante. A la media hora me mandó un wassap: “Decía Zweig que, tras una larga conversación con Rilke, era incapaz de cualquier vulgaridad durante horas, incluso durante días”.

Y fue cuando se abrió este nuevo tiempo de deliciosa impaciencia.