Fue reaccionario en política, liberal en literatura, generoso en la amistad y rabiosamente independiente en lo político, en lo artístico y en lo personal. Aquilino Duque (Sevilla, 1931) fue molde únicamente de sí mismo: tanto, que su nombre habría brillado literariamente mucho más de lo que lo hizo si hubiera optado cautelosamente por moderar, camuflar o entibiar sus opiniones políticas, en tantas ocasiones montaraces.

Nunca lo hizo y es obvio que pagó por ello el precio de ver insuficientemente reconocido por el 'establishment' literario su talento como poeta, su finura como traductor y aquellos fogonazos de cruda lucidez que no es difícil encontrar en sus ensayos y artículos periodísticos.

Poeta, narrador, ensayista, traductor

Sus principales datos biográficos y literarios son los que siguen. Nació en Sevilla el 6 de enero de 1931, vivió su infancia y adolescencia en Zufre e Higuera de la Sierra, enclavados ambos en la Sierra de Aracena, hizo sus estudios medios y superiores en la capital andaluza y los completó en el Reino Unido y Estados Unidos. Se ganó la vida como funcionario internacional.

Tradujo con solvencia a autores rusos como Anna Ajmátova y Ossip Mandelstam, pero también el 'Os Lusiadas' del gran Camões. Se manejaba en ambos idiomas, además de hacerlo en alemán, francés, inglés o italiano. Escribió con inteligencia y sensibilidad tanto narrativa como poesía y ensayo. Aunque ferozmente antiautonomista, en opúsculos como 'Cataluña crítica' el lector de hoy halla juicios y argumentos de gran sagacidad, además de un sólido conocimiento de la tradición política y literaria del catalanismo.

Miembro de Real Academia Sevillana de Buenas Letras, sus creaciones literarias le valieron premios como el Washington Irving de cuentos, el Leopoldo Panero y el Fastenrath de poesía, además del Premio Nacional de Literatura por su novela 'El mono azul'. Conoció a Borges, quien le confesó haber sido un ladrón, por su habilidad para recrear como propios argumentos y metáforas ideados siglos atrás.

Un caballero de antaño

Su muerte, el pasado sábado en Sevilla, deja una estela de aflicción en los muchos escritores y amigos que, más allá de las diferencias ideológicas, admiraban sus versos, su contundencia, su coraje, su fidelidad a sí mismo. El también gran poeta sevillano e igualmente fallecido Fernando Ortiz contaba con malicia cierta anécdota según la cual Aquilino coincidió en un acto social con el articulista Antonio Burgos, a quien reprochó sin paños calientes el desahogo con que era capaz de escribir una cosa y la contraria en función de hacia dónde soplara el viento, aunque eso fue mucho antes de que Burgos se ganara a pulso la justa fama que tiene hoy de homófobo, faltón y chupacirios.

“Antonio, veo que le pones una vela a Dios y otra al Diablo”, le espetó Duque, según relataba con fruición Ortiz. Burgos habría sacado sus malas pulgas ante el comentario de Aquilino con un réplica que éste consideró ofensiva: tanto que, ni corto ni perezoso y como el caballero a la antigua que era, le asestó una doble bofetada que dejó paralizado al periodista, narrador, letrista y algo poeta, tras lo cual Aquilino se dio media vuelta y abandonó la sala con airoso gesto aristocrático.

Así me lo contaba Fernando Ortiz a principios o tal vez mediados de los noventa. Debió ser entonces cuando se forjó en mi memoria la imagen de Aquilino como un caballero de antaño: de haber nacido uno o dos siglos antes, era fácil imaginarlo batiéndose en duelo por asuntos nimios para un parroquiano corriente pero intolerables para un hombre de honor.

En aquellos años, El Correo de Andalucía, donde yo ejercía de redactor jefe, publicaba con regularidad los artículos de Fernando y de Aquilino. Más tarde, éste recogería los artículos El Correo en un libro que le prologó Pío Moa. Si no recuerdo mal, en ellos solía reflexionar sobre literatura, pero sobre todo sobre política.

Como Aquilino no era de los que ponía una vela a Dios y otra al Diablo, en alguna ocasión y no sin pesar hube de censurar afirmaciones suyas sobre, por ejemplo, el rey Juan Carlos que de haberse publicado habrían suscitado el interés profesional de la Fiscalía, pues sobrepasaban con mucho los límites a la libertad de expresión fijados en el Código Penal. Ya no recuerdo si le consulté los cortes y él los admitió de buen grado o si tomé la decisión sin consultarle: sí creo saber que nunca salió de su boca el más leve reproche.

Fui feliz...

Diría que tuvo una vida buena. En su poema ‘Curriculum vitae’ escribió: “Fui feliz en los bancos de la escuela, / feliz en el cuartel y en el colegio, / y en aquellos veranos sin más agua / que la del pozo aquel del patio. (…) Fue azul mi vida como el mar, / blanca como la nieve, / y tuve, cómo no, mis horas bajas, / de ésas que abren en el alma el surco, / difícil de llenar, de los remordimientos”.

Desde el sábado 18 de septiembre, Aquilino sabe algo que los demás quizá no sabemos. Quiero pensar que no le habría disgustado que en su epitafio figurara esta despedida del monje sirio Juan Mosco, escrita hacia el siglo VII después de Cristo: “Ha pasado a la vida que no conoce la turbación ni el oleaje”. Descanse en paz el escritor y caballero Aquilino Duque Gimeno.