El caso Arny de Sevilla fue un bluf policial, judicial y mediático que, como todos los bluf policiales, judiciales y mediáticos, causó un daño irreparable a las personas inocentes cuyos nombres fueron arrastrados durante meses por el barro no solo en los platós de la televisión basura, sino en las crónicas, columnas y titulares de la prensa que acostumbra a posar de respetable.

27 años después, la plataforma HBO rescata lo sucedido en una docuserie de tres capítulos titulada ‘Arny. Historia de una infamia’. El documental me sirve hoy de percha para colgar de ella tres artículos que publiqué por aquellas fechas sobre un escándalo en el que la justicia pecó de justiciera, la policía pecó de chapucera y los medios pecaron de lo que siempre pecamos: de codicia, de venalidad, de negligencia. 

En el caso Arny casi nadie o muy pocos hicieron bien su trabajo. De haberlo hecho más gente, no se habrían visto arruinadas vidas y haciendas de personas inocentes como Jesús Vázquez, Jorge Cadaval, Javier Gurruchaga o el juez de menores Manuel Rico Lara, ya fallecido

Tras las dos primeras entregas, he aquí el tercero de los tres, publicado tras conocerse la sentencia de la Audiencia de Sevilla. Los artículos aparecieron en El Correo de Andalucía.

Y III. El día de Ya Lo Decía Yo (20 de marzo de 1998)

Día grande para el periodismo. El noventa por ciento de la profesión celebró ayer el Día de Ya lo Decía Yo. Conocimos la sentencia del caso Arny: firmada y sellada la absolución de la mayoría de los nombres acusados de corrupción de menores y oros pecados nefandos. Y conocimos también que tenemos memoria y corazón: muchos de nosotros ya dijimos que esto podía pasar, que la justicia podía absolver a quienes durante meses estuvimos crucificando en la cruz de la actualidad con los clavos robados de una caja fuerte que  nadie vigilaba llamada secreto de sumario.

Cuando Pilato pidió al pueblo judío que se pronunciara sobre Jesús o Barrabás, los judíos al menos eligieron a uno de ellos y salvaron al otro de la muerte. Tal vez no acertaron, pero al menos eligieron a uno. Los periodistas los habríamos condenado a los dos, para quedar bien con la competencia y con el pueblo. Nada personal, cosas del oficio, la justicia es ciega y el periodismo también: si un juez instruye un caso de corrupción de menores con artistas y hasta un juez imputados, la prensa se limita a publicar sus fotografías, entrevistar a los testigos de cargo y difundir el nombre y los dos apellidos de los acusados anteponiendo siempre el sagrado adjetivo presunto

¿Que qué pasa si luego son inocentes? ¡Ah, se siente! Nosotros no somos jueces, sino escribas. Nosotros no hemos inventado el pecado, la cruz, los clavos ni el martillo. Nos limitamos a utilizarlos con objetividad para crucificar a alguien y luego grabamos unas imágenes del reo que emitimos en cumplimiento de nuestro mandato constitucional de mantener informado al público.

El público tiene derecho a saber. Pero no creo que tenga derecho a saberlo todo ni que lo tenga a costa de inocentes bajo sospecha a quienes les reventamos la vida para siempre informando exhaustivamente sobre las hipótesis un fiscal. Todos sabemos que no es fácil articular un sistema informativo responsable capaz de salvaguardar el honor de las personas, pero podríamos intentarlo. Si hemos conseguido construir una justicia más o menos justa, o lo más justa posible, también somos capaces de construir un sistema de información que prescinda en lo posible del martillo y de los clavos. El juez Rico Lara y treinta y tantos procesados más son desde ayer objetivamente inocentes, pero eran desde hace dos años mediáticamente culpables. Hoy la justicia profesional la imparten los jueces, pero la justicia popular la impartimos los periodistas porque somos los periodistas quienes administramos ese delicado capital que es la fama de las personas.

También yo mismo, al igual que tantos compañeros verdugos, podría oportunamente desempolvar hoy mismo algún artículo que demostrara mi legítimo y mezquino derecho a celebrar el Día de Ya Lo decía Yo. Pero dejemos dormir esos escritos en el ancho desierto del olvido. Celebremos por una vez el Día de los Inocentes. El público tiene derecho a saber. Recojamos de la Audiencia de Sevilla nuestro instrumental de trabajo, el martillo, la cruz y los maderos, y dirijamos nuestros pasos a un nuevo destino. El mundo está lleno de reos a la espera de su crucifixión.