El caso Arny de Sevilla fue un bluf policial, judicial y mediático que, como todos los bluf policiales, judiciales y mediáticos, causó un daño irreparable a las personas inocentes cuyos nombres fueron arrastrados durante meses por el barro no solo en los platós de la televisión basura, sino en las crónicas, columnas y titulares de la prensa que acostumbra a posar de respetable.

27 años después, la plataforma HBO rescata lo sucedido en una docuserie de tres capítulos titulada ‘Arny. Historia de una infamia’. El documental me sirve hoy de percha para colgar de ella tres artículos que publiqué por aquellas fechas sobre un escándalo en el que la justicia pecó de justiciera, la policía pecó de chapucera y los medios pecaron de lo que siempre pecamos: de codicia, de venalidad, de negligencia. 

En el caso Arny casi nadie o muy pocos hicieron bien su trabajo. De haberlo hecho más gente, no se habrían visto arruinadas vidas y haciendas de personas inocentes como Jesús Vázquez, Jorge Cadaval, Javier Gurruchaga o el juez de menores Manuel Rico Lara, ya fallecido

Tras el primer artículo publicado ayer, he aquí el segundo de los tres, publicados todos ellos en El Correo de Andalucía.

II. Corazones a la brasa (primeros meses de 1996)

De vez en cuando, a los postres de una merienda de negros y recostados en la placidez de una buena digestión, los caníbales suelen mantener agradables controversias de sobremesa en torno a la vertiente ética de su cultura gastronómica. ¿Es decente merendarse a un europeo blanco y sonrosado cuando no hay como primer plato otra alternativa al menos igual de sabrosa?

El más sabio de la tribu expone su punto de vista. Creo, queridos comensales, que saborear un corazón a la brasa es un hecho cultural que debemos interpretar honestamente como contingente, no como necesario. ¿Podríamos sobrevivir alimentándonos de brevas en vez de carne humana? Seamos sinceros: podríamos. ¿Pero querríamos hacerlo, sabiendo como sabemos que esa renuncia culinaria mermaría gravemente las coordenadas culturales que definen nuestra identidad? ¿Qué sería de todo el entramado industrial y comercial que hacer posible el abastecimiento regular de carne europea en nuestros mercados si renunciáramos a nuestra tradición culinaria?

A los periodistas nos ocurre como a los caníbales, que de vez en cuando nos preguntamos en las tertulias si es decente convertir un secuestro en un espectáculo, una vista judicial en un circo o la historia de amor de una princesa en una cuestión de vida o muerte. Los más sabios de la tribu acostumbran a sentenciar con gravedad que no es decente hacer todas esas cosas que hacemos todos los días. Los más prudentes y discretos admiten que es posible informar del caso Arny sin convertirlo en un serial venezolano, como es deseable dar cuenta justa del proceso sin entrar en la espiral de canibalismo circense promovida por algunos de los acusados.

Quienes así opinan, al terminar la tertulia se marchan al periódico o a la emisora, revisan los vídeos y fotografías de la jornada y deciden difundir las imágenes más esperpénticas del proceso. Como diría un caníbal, no son imágenes necesarias sino contingentes, pero el sistema manda, las tradiciones culinarias de la prensa y la televisión tienen su ley que nos arrastra a todos, pues el mercado de carne humana da trabajo a muchos inocentes sin cuya abnegación el abastecimiento regular de corazones a la brasa no sería posible.

Después de un atracón de circo, discurrimos plácidamente sobre la ética del espectáculo y nos preguntamos si no estaremos abusando de las fieras. En realidad, un periodista solo pone sinceramente en cuestión el sistema caníbal de información cuando el primer plato es él mismo. Pero entonces, claro, es demasiado tarde.