Unas providenciales lluvias propias de septiembre han conseguido apagar el terrible incendio que asolaba Sierra Bermeja y el valle del Genal. El intenso trabajo de los profesionales del Infoca y de quienes les ayudaban no había sido suficiente dada la orografía, el material combustible disponible, el viento, la temperatura y la escasa humedad. 

Miki y Duarte, excelentes viñetistas de los periódicos del grupo Joly,  han sabido  llegar a nuestros corazones. Yo no pude contener las lágrimas  al ver la viñeta  que se publicó el pasado día 14 y sé que lo  mismo ocurrió entre sus compañeros. La imagen de  Carlos, el bombero fallecido,  con alas y vestido con su EPI (equipo de protección individual reglamentario) abría la llave de paso del agua para que la lluvia completara el trabajo que no había podido terminar.  La emoción es un bello sentimiento que Miki y Duarte han provocado  con su dibujo y que  sin duda habrá traído consuelo a quienes lo querían.  

Andalucía con agua es un paraíso y sin ella un desierto. Así lo han entendido las diferentes culturas que se han  sucedido sobre nuestra tierra. Toda mi vida he deseado la lluvia  porque en la  Córdoba en que nací en 1952 era normal que durante 5 meses , de mayo a septiembre, lloviera muy poco, aunque bien es cierto que solía haber puñeteros chaparrones coincidiendo con las ferias de mayo y septiembre que intentaban estropearnos las fiestas, sin conseguirlo nunca.

En el otoño solía llover abundantemente, para parar en invierno y reiniciarse  en primavera. Esto satisfacía mucho a los agricultores de secano que labraban antes de que lloviera para que la tierra se empapara bien de agua. A principio de invierno sembraban, normalmente tras una semana de sol para que  las yuntas de mulas o los tractores de la época no se atascaran en el barro y luego a esperar que lloviera mucho y mansamente para que ni se secara la sementera, ni las arroyadas arrastraran las semillas provocando una merma en la cosecha. Cuando a final de mayo las espigas estaban en sazón era fundamental que ninguna lluvia mojara los granos, ni que el viento los tirara, para que la recolección fuera perfecta, pues en el silo pagaban muy poco los granos húmedos.

Recuerdo siendo pequeño que aún se segaba a mano o con unas máquinas muy elementales y luego en la era se trillaba, para separar el  grano de la paja, con unos trillos de ruedas metálicas, sobre su  plataforma de madera con asiento nos subíamos los niños y algunos sacos de grano para que, gracias al  peso, diera menos saltos. Yo  creía que conducía a las mulas que arrastraban el apero, cuando la verdad es que ellas iban solas y a una velocidad muy profesional. Un día que afortunadamente solo yo estaba encima, el trillo dio un salto y me caí hacia delante y aunque la ruedas  con sus cuchillas me pasaron por encima, debí quedar arropado por la parva porque las heridas  aunque sangrantes, fueron leves y solo una cicatriz quedó visible en mi frente aunque ya no se distingue, gracias a las arrugas.

Mi padre era un magnífico agricultor, heredero de una larga tradición familiar de labradores de Espejo(Córdoba). Yo disfrutaba mucho  de estar con él  en el campo y un día que regresábamos a Córdoba en coche a mitad de abril, un año particularmente seco , empezó a llover a cántaros, paró en medio del camino, salió del coche y se puso casi a bailar mientras el agua lo empapaba, su cara de felicidad era tan grande que me sumé muy alegre a la travesura. Muchos años después, en 1981, mi hijo Guillermo que había nacido a mediados de febrero no había conocido la lluvia cuando en noviembre cayeron las primeras  de su vida y  su madre lo sacó a la calle para que se empapara. En mi familia nos gusta celebrar la lluvia, aquí es vida.