El artículo 1.3 de la Constitución española establece: “La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”. Hasta llegar a ese modelo, nuestra historia ha recorrido un largo camino, iniciado en el recordado texto de Cádiz de 1812, cuando en su art. 2 decía: “La Nación española es libre e independiente, y no es, ni puede ser, patrimonio de ninguna familia ni persona”, y luego en el 14 reconocía como forma de gobierno una “Monarquía moderada hereditaria”. En el texto de 1978 el título II está dedicado ala Corona, y en el artículo 56.1 se le reconoce al Rey su papel de árbitro y moderador de las instituciones.

Puesto que en el art. 62, donde se especifica cuáles son las funciones del monarca, no se contiene ninguna referencia a su participación en la vida pública, entiendo que es el artículo anterior el que ha servido de base para que nos alerte acerca de determinados peligros que corre la sociedad española. Sin embargo, tras la lectura de esa breve carta del pasado día 18, tengo una duda en forma de interrogante acerca de uno de los párrafos más difundíos estos días. Parto de la base de que está bien que un gobernante, sea o no el Jefe del Estado, identifique los problemas, pero no basta con su enunciado, sino que los ciudadanos esperamos algo más. Así, me gustaría saber quién y cómo se dedica a “dividir fuerzas”, quiénes y de qué manera están centrados en “alentar disensiones”, a quién se refiere cuando habla de “perseguir quimeras” y dónde están aquellos cuyo objetivo es “ahondar heridas”.

Sin esas concreciones no podemos sino emitir juicios en el aire, puesto que, sin ánimo de caer en la frivolidad, pero sí con el deseo de mostrar la vaguedad de las frases, alguien podría pensar que quiénes persiguen quimeras son los seguidores del Granada, confiados en ganar este año el campeonato de Liga de Primera División. En mi opinión, con esto no demuestra sino la ambigüedad en la que se encuentra la definición del papel del monarca, agudizada cuando nos preguntamos por cual debe ser el del heredero, más allá de aquellas actividades en las cuales representa al Rey.

Surge además otra cuestión: la publicación de esta carta, con independencia del sistema elegido, ¿significa que a partir de este momento el monarca se pronunciará sobre otros aspectos de la vida económica, social o política de España? ¿Con qué criterios se seleccionarán sus intervenciones? En este punto surge, sin duda, el papel del Gobierno, que en última instancia es quien debe autorizar o no esas cartas. Y en este punto conviene no olvidar, por tanto, que la responsabilidad política de la intervención real es del Presidente del Gobierno, y por tanto habría que plantear qué interés podía tener Mariano Rajoy en que la misma se hiciera pública solo unos días antes de su entrevista con Mas.

Durante la II República, cuando Niceto Alcalá-Zamora era Jefe del Estado, una de las críticas que se le hicieron fue su interés por intervenir en la vida política, a veces más allá de los límites establecidos por la Constitución. De este modo, se le dedicaron apelativos poco favorables que recordaban al anterior monarca, y así hubo quien se refirió a él como “Alfonso XIV” o “don Alfonso en rústica”. Pero sobre todo se le aplicó un verbo que servía para indicar cuándo los reyes sobrepasaban determinados líneas que se suponían prohibidas: se decía que se dedicaba a “borbonear”.

Es cierto que don Juan Carlos aún no llegado a esos extremos, pero sus asesores, y sobre todo el Gobierno, deberían pensar bien en las consecuencias de actuaciones de este tipo, que podrían desgastar la imagen de la monarquía, con lo que se obtendría el resultado opuesto al que se persigue con ese lavado de cara pretendido con esta nueva forma de comunicación.