Ocurrió hace unas horas en la capital de las andalucías, donde la ingente tropa poética local desempolva ya su sintaxis de oficio (maravilla, titilar, albero, azahar, torero) para el advenimiento de la primavera, que “se ve de venir”.

Pertenece nuestro catedrático a otros parajes, si bien andaluces, algo más recios en el decir y menos eficientes en la industria de la alegría. Y aunque se esfuerza en usar los diminutivos de rigor a la hora de acercarse a un camarero con afán integrador (servesita, hamonsito, coquinitas de luho) no deja de notársele el esparto de donde procede. Nunca lo veremos de chirigotero derramarse.

Iba mi altocargo con otro colega suyo que también ha sido altocargo con mucho abundamiento a comer con el catedrático de nuestra reseña en un agradable restaurante que el código deontológico me impide publicitar. Como quiera que el catedrático también tuvo sus años de altocarguismo, entre los tres fluye ese lenguaje de códigos y sobreentendidos entre los que tienen el culo pelado de despachos y de preguntas tales ¿habré prevaricado yo también sin darme cuenta e incluso a sabiendas? La puta pregunta que el alayismo ha incoculado en las duermevelas desde Escuredo presidente.

Repasado si deshielo o si teatro de la sultana Susana y el guapo Sánchez, si la tediosa cuestión catalana, si el desvarío interminable de Zoido, empeñado en despeñarse (más), si la (in) consistencia de la irrupción de Ciudadanos en las encuestas, llegado el café, el macalan, el witelabel con agua con gas y el gin sin mariconerías, agotado el orden del día, el catedrático reclamó atención y palabra.

Pues que he estado hace un rato, vino a decir, donde una empresa pública para rematar unos asuntillos y después de que me desviaran de un departamento a otro departamento y a otro departamento me atendió un señor muy amablemente que me dijo que él no era sino otro que estaba unas mesas más allá el que tenía que atender mi cuita. Reinaba allí, vino a decir, un ambiente muy agradable, una sala muy bien iluminada y una temperatura ideal, un recogido silencio, unas diez o doce personas de ambos sexos, todos mirando muy fijamente a su ordenador. Total que llego a donde el señor al que correspondía mi requerimiento y el hombre me escuchó con notable interés. Cuando terminé de explicarle, el diligente trabajador me contestó: eso mismo que me ha dicho usted, me lo escribe en un correo electrónico y me lo manda usted mañana. ¿Y ya que está uno aquí, ya que uno ha venido, vino a decir que le dijo el catedrático al funcionario, no podríamos resolverlo ya?. Y me dijo que no, que por email y buenos días. Total que me di la vuelta y pensé para mis adentros que en este país Larra no morirá jamás y que el vuelva usted mañana es nuestro perpetuo.

Entiendo tu perplejidad, pero me parece muy injusta y severa tu regresión hasta Larra y el romanticismo, dice mi altocargo que le dijo al catedrático. Nos pasamos la vida pidiendo la digitalización de los trámites y cundo ésta llega, lejos de alborozarnos, seguimos con la queja y el pesimismo. Somos los usuarios los que repetimos curso de analfabetismo, papel y sello.

Nuestro admirable funcionario no hizo más que cumplir con su obligación: indicarte el camino de la verdad revelada. Es más, lo que has visto en esas dependencias limpias, bien caldeadas y con gente amable y educada de quince pagas al año de dos mil euros netos más posibles bonus, es el ideal de la socialdemocracia universal. Sólo que todavía no se puede extender al total del mundo obrero, famélica legión, y sólo se aplica, con gran éxito para el personal concernido, en las empresas públicas.

--La verdad es que visto así, reconoció noblemente el catedrático, por cierto, de Sociología.

--Si es que nos quejamos por quejarnos, coño, remató mi altocargo saboreando su withelabel y pensando que al gran Willy Brandt que en paz descanse, se la habrían caído tres lágrimas.