Cataluña tiene un problema. Algunos (muchos) catalanes quieren dejar de ser españoles y ser su propio país. Otros catalanes, en cambio, no sienten esa necesidad de independizarse. La sociedad catalana está tan dividida en esta cuestión, que la cosa se ha convertido en un problema de difícil solución. Hasta aquí hay poco que decir o hacer: si alguno de los dos bandos fuera evidentemente masivo y mayoritario, la cuestión no sería tan compleja… en Cataluña. En tanto no se forme una masa crítica definitiva apoyando una u otra postura, parece difícil encontrar una solución definitiva que pacifique la vida política catalana.

España, sin embargo, tiene otro problema. Pero aquí no se trata de algo relacionado con decidir sobre la voluntad mayoritaria, sino un problema de tripas. A muchos españoles las tripas les dictan un odio ancestral e irracional contra la posibilidad misma de que Cataluña se independice. Ya he dicho que visto que no hay una mayoría clara a favor, la idea de la independencia de Cataluña no parece viable. La postura españolista, sin embargo, va más allá. Niega la posibilidad de separación en ningún caso. Ni aunque la totalidad de los catalanes y las catalanas quisieran.

Es una posición que sólo puede salir de las tripas del nacionalismo español. Los únicos sinceros en este sentido son los españoles nostálgicos del franquismo que estos días recuperan el grito de esapañaesunaynocincuentayuna y el estandarte de una grande e indivisible. El resto, vergonzosamente, intenta esconder lo que le sale de las tripas con argumentos sin fundamento real. Unos con argumentos políticos, otros con argumentos políticos. Todos tan falsos como viscerales y oportunistas.

Algunos invocan la solidaridad. Dicen que Cataluña, con sus rentas altas, debe ser solidaria con los territorios menos favorecidos. Yo estoy de acuerdo. Pero quienes dicen esto ¿de verdad creen en la solidaridad? Mucho me temo que quienes en este tema se llenan la boca de solidaridad no apoyan las subidas de impuestos ni, en general, la imperiosa necesidad de redistribuir la riqueza. Parece que sólo usan la solidaridad cuando las tripas les piden que España no se rompan, pero a diario se niegan a ella. Cero credibilidad.

Otros se han vuelto de pronto ardorosos defensores del sistema autonómico. Dicen que Cataluña, con la Constitución actual, tiene enormes capacidades de autogobierno y autonomía. Resulta que, sin embargo, demasiadas veces son los mismos que a diario reniegan del autonomismo. Personas que defienden sin rubor que la comunidades autónomas sólo traen duplicidad administrativas; los mismos que criticaban la reforma del estatuto de Autonomía de Cataluña; los que aplauden orgullosos la desastrosa jurisprudencia del Tribunal Constitucional vaciando de contenido a las autonomías… Esas personas defendiendo que el sistema español es casi federal y que Cataluña no tiene razones para querer la independencia ni más autogobierno. Menos cero credibilidad.

Quedan por último los leguleyos. Los constitucionalistas advenidos que no se cortan en afirmar que sólo hay democracia y libertad con la ley… y se cuidan mucho de pronunciarse sobre la legitimidad de la propia ley. Profesores y articulistas que cuentan radiantes cómo las Cortes franquistas se hicieron el harakiri; que obvian con disimulo que el rey que promulgó la Constitución jurara antes fidelidad a las leyes del movimiento; los mismos que alaban a Mandela o a Gandhi de pronto son conversos de que no hay mas democracia que la que ley y el Tribunal Constitucional es su profeta. Critican las nuevas leyes catalanas porque se saltan la Constitución, sin entender que precisamente son leyes hechas para instaurar un sistema nuevo que no esté sometido a la Constitución. Opinan con voz engolada y palabrería jurídica pero hablan desde las tripas: la Ley para la Reforma Política que aprobaron las cortes franquistas en 1976 y que fundó nuestro sistema político actual era materialmente inconstitucional. Tenía que serlo. Y lo mismo sucede ahora con la Ley catalana de Transitoriedad. En estas cuestiones la Constitución ya no sirve de criterio. El juicio debe ser político, y la legitimidad depende del apoyo social.

Unos y otros, todos, saben que si de verdad en Cataluña hubiera una masa ciudadana absolutamente mayoritaria a favor, la independencia sería imparable. Contra eso no hay argumentos. Tan sólo el nacionalismo español descarnado. En estos momentos, personalmente, creo que no hay una mayoría de ese tipo y la sociedad catalana está terriblemente dividida. Eso creo, pero no podemos saberlo, porque nadie se atreve a preguntar.

Tal y como está la cosa creo que nadie duda de que la única solución democrática, que no sale de las tripas, sería preguntar a los catalanes. En un referéndum con todas las garantías. Nada que ver con los paripés organizados por el independentismo, sin duda. Pero preguntar. Con una campaña que permita el diálogo sosegado sobre la posibilidad de la independencia. Olvidándonos de las tripas. Preguntar a los interesados y que decidan ellos. Si la opción por la independencia no es absolutamente mayoritaria y masiva, habremos terminado con el problema. Y si lo es, también.

Entretanto, lo que hay son dos nacionalismos brutales e irracionales tirándose a la cara sofismas y falsos argumentos que salen de las tripas. Y tanta irracionalidad, por ambos lados, sólo puede acabar causando daños de esos que son difíciles de reparar. Cosas de querer imponer de mala manera lo que a cada uno le sale de las entrañas.