Desde el inicio de la era neoliberal, que inauguró Aznar hace ya veinte años, este país se ha visto inundado por la vileza de los neocon, quienes han ido cercenando, sin prisa, pero sin pausa, el sistema democrático que, se suponía, nos amparaba, así como la prestancia y la credibilidad de la mayor parte de las Instituciones públicas españolas. Las canalladas han sido sistemáticas desde entonces, y las fechorías políticas han ido in crescendo hasta cotas que nunca antes, desde que murió el dictador, hubiéramos podido los españoles ni imaginar. Canalladas que han sido, y son, obviadas y consentidas por una parte importante de la sociedad, la heredera de los preceptos y los “valores” de un país medieval, feroz y tirano, que creíamos superado.

Desde la liberalización de la economía de los años noventa, la privatización de las empresas públicas, como Repsol o Telefónica, la liberalización del suelo y la consiguiente “burbuja inmobiliaria”, la Ley del ladrillo, una de las más grandes estafas del Partido Popular al país, hasta los tremendos disparates que hemos soportado, y lo que quede, en los tiempos de Rajoy, la carrera ha sido contra reloj a la hora de asolar el país sin escrúpulos y con la mayor impunidad. Con la Justicia a su medida, el Partido Popular ha arrasado el país y ha aniquilado los derechos democráticos ciudadanos, amparándose en un sistema legal construido a la medida de sus voraces y disparatados intereses.

El proceso ha sido paulatino, pero implacable y contundente, y paralelo a la parálisis que han ido creando en la voz ciudadana. Hasta el punto de que, rizando el rizo del cinismo y la indecencia, siguen proclamando que ellos, los del Partido Popular, siguen siendo “la solución” para las miserias que ellos mismos han generado, alimentado y consolidado. Ellos que, inmersos hasta el cogote en los fangos de una sucia mafia de chorizos, sin ni siquiera guante blanco, de vulgares estafadores y rateros, siguen defendiendo lo que ellos llaman “valores”. Quizás porque saben muy bien que en este país una parte importante de la ciudadanía es absolutamente acrítica, cerril e incapaz de cuestionar los falsos tópicos y las mentiras con que han sido adoctrinados, que no educados.

En febrero de 2012 publicaba David Jiménez en su blog un artículo brillante y preclaro que, titulado “El triunfo de los mediocres”, exponía argumentos concluyentes e irrebatibles que daban toda la razón a ese título. Argumentos que, más de cuatro años después, con dos Elecciones generales por medio, siguen siendo de una evidencia aplastante. España es un país de canallas quizás porque es un país de mediocres que no sólo permiten sus canalladas sino que, además, las secundan y se adhieren, si se puede, a ellas.

En septiembre de 2016 las encuestas vaticinan un próximo triunfo de la derecha en las siguientes Elecciones, si las hubiera. España es un país que mantiene a un presidente del Gobierno en funciones que ofreció ánimo y apoyo a presuntos criminales; quien, presuntamente, recibió dinero ilegal como pago a sus servicios en medio de una trama corrupta que traficaba con influencias y con dinero ilícito, una trama que ya hubiera querido para sí Al Capone; y sin hablar de la situación miserable y caótica a la que han llevado a este país. España es un país sumiso, sometido a los canallas y a los indecentes. España es un país en el que se premia, también en las urnas, a los abusadores, a los idiotas y a los granujas.

Mediocre es un país, dice David Jiménez, donde la brillantez del otro provoca recelo, la creatividad es marginada y la independencia sancionada. Un país, continúa, que ha hecho de la mediocridad su aspiración nacional, perseguida sin complejos por miles de jóvenes que buscan ocupar la próxima plaza en el concurso de Gran Hermano. Mediocre es un país que ha permitido, fomentado, celebrado, el triunfo de los mediocres, arrinconando la excelencia hasta dejarle dos opciones: marcharse o dejarse engullir por la imparable marea gris de la mediocridad.

Pero sigamos, pese a todo, defendiendo el progreso, el cambio, la evolución, la luz y la inteligencia, porque, como dijo el gran poeta y ensayista griego Odysséas Elýtis, en medio de la interminable mediocridad que nos ahoga por todos lados, me consuela que, en algún lugar, en alguna habitación pequeña, algunos obstinados luchan por trascender la oscuridad. Sólo por eso el mundo y la vida ya merecen la pena.