En Balears hay muertos silenciosos; óbitos que, si bien sus circunstancias son publicadas en los medios, pasan desapercibidos por la sociedad. Solo son llorados por los próximos. ¿Estaremos ante una arista inédita de la teoría de la banalización del mal?

En las carreteras isleñas han muerto de enero a julio 30 personas, pero en los primeros días de agosto este número ya anda en la cuarentena. En el pasado fin de semana 9 personas perdieron la vida en el asfalto. Ayer mismo, un joven motorista fallecía en una zona turística. Durante todo el año 2015 los muertos fueron 33. En 2016 vamos camino de doblar la cifra.

La clave de la insensibilidad institucional y social se encuentra en la técnica del goteo Estos muertos por accidente no se producen de golpe sino de uno en uno en diversos lugares. Son un veneno social  de pequeñas dosis, lento pero letal. No quiero ni imaginar la movilización ciudadana y de los medios si se produjera un solo accidente que provocara 40 víctimas mortales. Décadas después todavía habría reseñas en las efemérides que publican los diarios.

En paralelo, este año se disparan igualmente los muertos por accidente laboral, la mayoría en el ámbito de la construcción. También de uno en uno, con total discreción mediática.

No parece que tal catástrofe levante el interés colectivo ni que se analicen en profundidad las causas. Se actúa como si las entrevistas de una encuesta se estudiaran una por una y no se tabularan para obtener información de conjunto de lo que está pasando.

 A bote pronto solo se me ocurre constatar la evidencia de que esta calamidad ocurre en el año de mayor masificación turística en Baleares y cuando la construcción emerge con cierta fuerza después de años de crisis. Seguro que los poderes públicos podrían ir más allá en el diagnóstico y el tratamiento de tanta sangría que, por muy silenciosa que sea, es dramática. El conjunto de la sociedad no se lo exigiremos; ya hemos banalizado esta vertiente ruinosa de nuestra civilización.