Hace dos meses cerraron el Halley, una antigua cafetería ubicada a las afueras de mi pueblo. Durante nueve años, mi mujer y yo hemos tomado café allí; ella con sacarina – qué conste en acta – y yo siempre con azúcar. Todos los días, a eso de las tres y media de la tarde, después de dejar a Laura en el colegio, corríamos como galgos a inyectarnos nuestra dosis de sosiego. Era, sin lugar a dudas, el mejor momento del día; nos servía para desconectar del ruido laboral y avivar, con los troncos del diálogo, las brasas del ayer. En el Halley fue donde nos conocimos y, la verdad sea dicha, desde que lo cerraron estamos melancólicos y desorientados; no sabemos a dónde ir. No lo sabemos, como les digo, porque cuando llegamos a un sitio nuevo nos miran como si fuéramos bárbaros en tierra de romanos. Tenemos la misma sensación que sentían los hombres del pasado cuando eran desterrados; la misma que probablemente sintiera el Cid en las tierras de Granada o Unamuno en los bares de París. El Halley era como el riñón de nuestro cuerpo; un órgano que nos depuraba las toxinas e impedía que las palabras sonaran al revés.

En el Halley, los curas bebían carajillos y los albañiles copas de Ponche; copas combinadas con piropos obscenos a las rubias de la barra que se dejaban querer. Las máquinas tragaperras secaban, un mes sí y otro también, el sudor de José cuando llegaba “San Pagarín". La música de Joaquín endulzaba el sabor amargo del Gin Tonic que beben los fracasados para olvidar las mentiras de sus mujeres, el mismo sabor que sienten los parados del Inem cuando el espejo les recuerda que son un cadáver laboral. Andrés, un facha del treinta y seis, siempre me decía que el Halley era como un puticlub. Lo decía por la forma octogonal de la barra y los tubos de su rótulo. Solo le faltaba para ser un local de alterne – en palabras del viejo Andrés – "un par de fulanas bien pechugonas con olor a Chanel". A Andrés le perdían las mujeres. Desde que enviudó se convirtió en un cliente asiduo de viajes a Benidorm. Viajes, como les digo, en búsqueda de viudas hambrientas de señores encorbatados. Hombres que les dijeran al oído lo que querían oír. La última vez que vi a Andrés fue en una esquela pegada en la fachada del Halley. El “ratón" se lo llevó, “ese maldito cabrón", como él solía decir. Andrés decía que todos los políticos eran un hatajo de "sinvergüenzas" y que en la España del orden – la de Franco – se vivía mejor que en la pocilga del ahora.

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