Esta es una novela de las paradojas. Para poder juntar en sus páginas lo hermoso y lo terrible de la década del 70 en Cuba, Froilán Escobar se vale de una estructura de colmena. Se sale del ordenamiento aristotélico con la superposición, múltiple y simultánea, de muchas historias con diferentes perspectivas. Solo así, logra contar del todo lo que alcanzaba a salvar del todo, sin que importe si, en el constante acecho de las contradicciones, pone en entredicho la verosímilitud, o por la exuberancia de juegos formales roza el mito, el poema solapado, lo insólito.

Con ese movimiento de contrastes, busca que el dolor asome al contar la historia de un joven periodista al que lo sacan de la prensa y lo envían diez años a la construcción de un hospital  por cometer el imperdonable error de hacer bien su trabajo.

La primera paradoja es que, para poder mostrar  a la vez lo hermoso y lo terrible, no bastaba con la  historia de un único personaje. Necesitaba contar también la de otros a quienes, en medio de la turbiedad, les estaba sucediendo en ese momento el regocijo: no como contrapunto, sino como elemento humano que ensancha la presencia del protagonista, porque esas vidas en las que ocurren certezas, ambigüedades y vacilaciones, permiten que pueda la novela resolverse en un querer ver más allá.

Y aquí surgió otra paradoja de la novela: la que nos hunde en la esquizofrenía del momento. El absurdo de la realidad se convierte así en absurdo literario. Esas son las claves con las que Froilán Escobar le da sentido a Tres en una taza