No hay ninguna duda de que el turismo es uno de los motores económicos del país y uno de los culpables de la recuperación en el Producto Interior Bruto (PIB) de nuestra fuerza monetaria en épocas de crisis como lo fue, de manera más concreta, después del Covid. Una prueba de ello es que, en términos nominales, la actividad turística supuso 159.490 millones de euros en 2022 -un 1,4% más que en la temporada prepandemia- y un 61% del crecimiento de este indicador, según los cálculos de Exceltur.

Siguiendo con los datos, el Instituto Nacional de Estadística (INE) ha desprendido algunos interesantes en la última semana que reflejan que durante los siete primeros meses de este 2023 las pernoctancias en los hoteles se han incrementado un 10,8% respecto al mismo periodo del año anterior, siendo Andalucía, Cataluña y la Comunidad Valenciana los destinos elegidos principalmente por los viajeros residentes en España; y las Islas Baleares el preferido de los viajeros no residentes; en su mayoría británicos o alemanes, quienes han concentrado el 25,5% y el 16,6% del total de estancias hoteleras.

Es inútil además de contraproducente negar que el turismo es uno de los fuertes de nuestro país, como lo es también pasar por alto que esto en ocasiones ha traído consigo problemas, pues cada verano se repiten imágenes desagradables que tienen que ver con el conocido coloquialmente como turismo de borrachera frente al que los vecinos pelean; a veces de una forma que también deja controversia.

En esta misma época estival ha llamado la atención la campaña falsa que la gente de Mallorca ha llevado a cabo contra los “guiris”, a quienes engañaban poniendo en inglés que había peligro en las playas o estaban cerradas, pero episodios preocupantes hacia ambas direcciones se repiten año tras año: pintadas turismofóbicas, profesionales que acuden a trabajar a un lugar muy demandado y se quedan sin vivienda, problemas de ruidos y un largo etcétera que se retroalimentan y en ocasiones han derivado en el lema tourists go home (turistas, volved a casa) se transforman en tónica habitual cuando llega el calor.

Entretanto, Benidorm, Ibiza o Magaluf son nombres propios que tienden a ocupar portadas especialmente entre junio y septiembre por cuestiones relacionadas con el tema de estas líneas, pero ¿es posible encontrar el híbrido perfecto? Y, lo que seguramente sea más importante cuestionar: ¿Interesa a los responsables? En ElPlural.com hemos buscado respuesta en dos expertos en sociología.

Los datos de Benidorm o Salou: 29 o 41 turistas por residente

La primera conclusión es que el turismo afecta de una u otra manera en función de la capacidad territorial de un lugar, aspecto sine qua non que las administraciones deberían tener en cuenta a la hora de ser más o menos permisivas; y es que la llegada de turistas no produce el mismo efecto sobre Madrid que en la ciudad alicantina anteriormente mencionada. Para hacerse una idea, la capital tiene más de 600 kilómetros cuadrados y, aunque su presión turística es muy alta -en torno a 14 millones de viajeros en 2022- ésta “permite que el nivel a asumir pueda ser mayor” que, por ejemplo, en Barcelona; que solo tiene 99 kilómetros cuadrados mientras el número de turistas se sitúa alrededor de los 9 millones.

“Siguen siendo muchísimos, pero la presión de un volumen alto sobre un territorio que es muy pequeño impacta mucho más; de ahí que la turismofobia haya exhibido más músculo en la Ciudad Condal que en Madrid”, explica Francisco García Pascual, decano de la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Europea que recientemente ha realizado un estudio sobre el turismo en España. El experto suma un segundo vector que no es otro que la densidad poblacional. Así las cosas, Benidorm, por ejemplo, cuenta con 70.000 residentes y recibe dos millones de turistas al año -es decir 29 turistas por cada residente o, lo que es lo mismo, 53.000 turistas por kilómetro cuadrado-, mientras que en Salou la proporción es de unos 41 turistas por residente, todavía mayor.

Está relación puede generar un claro conflicto entre población residente y no residente, especialmente en los lugares pequeños que viven del turismo, dentro del cual habría que sumar no solo a la población extranjera o del país que pernocta, sino también la que va a pasar el día, especialmente a las zonas de costa. Entre las posiciones encontradas por el turismo masivo, y dentro de ese 'conflicto del espacio', el especialista hace alusión asimismo a otras dificultades que tienen que ver y que sufren, por ejemplo, quienes tienen un comercio de barrio – dado que los turistas no suelen detenerse en él- o quienes quieren realizar actividades deportivas o de otro índole en la calle y se les complica por la oleada turística o el hecho de tener que destinar un servicio público a más o menos personas. 

El turismo tiene capacidad para seguir creciendo, pero hay que evitar la saturación

Al otro lado del tablero se localizan quienes se desplazan a estos lugares a trabajar en hostelería, hotelería u otras profesiones derivadas del sector terciario. Con todas las cartas sobre la mesa, García defiende que tanto el ocio como el turismo “tienen capacidad para seguir creciendo” y que deben “seguir haciéndolo” por la riqueza “directa e indirecta que generan”, pero que hay que evitar la saturación que, por otro lado, resulta en definitiva problemática para la persona local y el turista: “Hay tarea por hacer, y no es tanto cosa del turista como de las administraciones y el conjunto de sectores profesionales, que deben ponderar hasta dónde puede llegar en determinados lugares el flujo para que no sea contraproducente”.

Es el mercado (y las nuevas plataformas de alquiler), amigo

Uno de los problemas más claros está centrado en lo que respecta a la vivienda, hasta el punto de que en ocasiones se prioriza la turística frente a la permanente. García afea que “los precios de la vivienda en estos lugares no están acorde a lo que ganan los residentes”. “Y no hablamos solo de hoteles o campings, sino de apartamentos y demás de uso turístico (…) Hogares que alguien que cobra un salario razonable se podría permitir en una situación normal”, cuenta; y ejemplifica nuevamente: “La gente que viene de turismo tiene que dormir en alguna parte, pero es imposible que esté toda en hotel, hostal, camping… por eso acude a apartamentos que, en muchos casos, ella sí se puede permitir porque su poder adquisitivo es mayor al del residente”.

En este tema incide la otra experta que se ha prestado a participar de estas líneas, Rebeca Cordero, especialista en Sociología y docente en la misma universidad. “El precio se puede ver incrementado no tanto porque estamos dispuestos a recibir cada vez más turistas, sino porque la apertura de plataformas como Airbnb, que permiten que cualquiera pueda alquilar su vivienda con fines turísticos por poco espacio de tiempo y escasos controles, hace que se produzca un fenómeno que ya estamos observando; que el momento en el que el ciudadano local desaparece porque se desplaza a otro municipio, se hace mayor y necesita cuidados o fallece, esa vivienda deja de ser de uso prolongado para convertirse en una vivienda de uso temporal”, expone a este periódico mientras asegura que a veces se producen intereses incluso dentro de las propias administraciones: “Hicimos un estudio sobre Magaluf en el que nos dimos cuenta de que en aquel momento en ocasiones las instituciones locales tenían intereses específicos para tratar de hacer sostenible un modelo que, a todas luces, no lo es (…) Ahí tenemos que ver qué tipo de ciudad queremos”.

En ocasiones las instituciones tienen intereses específicos para tratar de hacer sostenible un modelo que no lo es

Como posible solución a esto, plantea una especie de tasa turística que se cobra en algunos países de Europa, orientada al alojamiento. De esta manera, defiende que se lleve el mismo control cuando el alojamiento es un hotel que cuando se trata de un apartamento privado “porque si no lo que creamos es una falsa burbuja de residentes”. “Sabemos que la hotelería cobra las tasas turísticas, pero las plataformas en caso de que las cobren, ¿a quién se las manda?”, pregunta.

Sea como fuere, deja claro que la administración debe garantizar un porcentaje de vivienda fijo a residentes y/o trabajadores; mediante ordenanza si fuera necesario: “Lo que no podemos es tener a médicos o a profesores viviendo por noche (...)  No puede ser que los espacios de la población autóctona se conviertan en una especie de escenarios, donde debajo no hay vida sino zonas de consumo”.

"El turista hace hasta donde se le permite"

Cordero diferencia entre los tipos de turismo que hay -ocasional de gente joven, ocasional familiar, el comúnmente llamado de borrachera, de playa, cultural, etc- y el conocido como “nativo digital”, que “no es turista directamente, pero llega con sueldos normalmente muy elevados y participa también del incremento del precio de la vivienda”, entre otras cuestiones; aunque evidencia que independientemente de a cuál nos refiramos, todos se sujetan por el turismo como potenciador económico.

En este sentido, a la hora de plantear soluciones deja claros varios puntos a tener en cuenta, además de los mencionados, para que “el turismo no sea la vía para el crecimiento económico, sino una fuente más de ingresos” sin convertirse en una lacra. Entre ello, contempla “generar diferentes zonas de interés” o “preservar los espacios”. “Por ejemplo, en lugar de que todo el turismo de Madrid vaya al centro, optar por colocar atracciones atractivas en otros puntos de alrededor (…) O poner lugares de pago para el turista, como se hizo con el Mercado de la Boquería de Barcelona, donde hasta entonces la gente que no era local entraba gratis, pero casi nunca consumía”. En una dirección similar, insta a evitar la sobreexplotación y repensar determinadas actividades turísticas que “van contra el medio ambiente”. “Igual que haya personas en cola que quieran subir el Everest no garantiza la protección del ecosistema”, refleja.

Igual que haya personas en cola que quieran subir el Everest no garantiza la protección del ecosistema

Y en última instancia, habla muy rotunda: si hay que prohibir ciertas cosas, se prohíben. “Si nosotros vamos a un país en el que no se puede comer chicle, no lo comemos. Si ponen que no se puede fumar en las playas, no se fuma, aunque solo sea por la multa que te puede caer (…) No hay que tener miedo a regular el comportamiento del turista. El turista hace hasta donde le dejan”, concluye.