El régimen franquista, con la siniestra figura de Ramón Serrano Suñer al frente, no organizó directamente la deportación de españoles a los campos de exterminio, pero su complicidad fue sanguinariamente efectiva. Franco y su gobierno cerraron las puertas del regreso y señalaron a los republicanos como 'rojos' ante las autoridades nazis. Entre julio y agosto de 1940, más de 100.000 españoles fueron registrados en suelo francés. Miles de ellos acabarían siendo marcados con el estigma de 'Rotspanier' —los de la España Roja— y empujados hacia las alambradas de Mauthausen, donde les aguardaba el horror.

El 5 de mayo de 1945, un trozo de tela improvisado colgaba sobre la entrada del campo de concentración de Mauthausen. En letras grandes, escritas a mano, decía: "Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras". No era un gesto de esperanza. Era un grito. Un último acto de orgullo de quienes lo habían perdido todo, salvo la dignidad.

Ochenta años después, esa pancarta sigue hablando. Habla por los más de 7.500 republicanos españoles que pasaron por Mauthausen, el campo de concentración al que los nazis llamaban, con macabra precisión, “el de los españoles”. De ellos, al menos 4.761 murieron, devorados por el hambre, la enfermedad, el trabajo esclavo… y el olvido.

La traición de Francia

Todo comenzó tras la derrota de la Segunda República. Medio millón de personas huyeron a pie, entre disparos, por la frontera con Francia. Pero la acogida no fue un refugio, sino otra trampa. Los llamaron "indeseables", los encerraron tras alambradas en la arena helada de Argelès o Gurs. El país que debía ofrecerles asilo, los empujó a elegir: o morir de miseria, o servir como carne de cañón en sus batallones.

Mauthausen, un campo destinado a destruir

Y así fue como miles de españoles acabaron luchando contra el nazismo en tierras ajenas, sin bandera y sin futuro. Cuando Francia cayó, ellos no tenían embajada que los salvara. Capturados por la Wehrmacht, fueron etiquetados como “rojos españoles”, enemigos del fascismo, basura sin Estado. Alemania los mandó directamente al infierno: Mauthausen, un campo destinado a destruir.

Allí llegaron marcados con un triángulo azul invertido. Apátridas. Como si dejaran claro que ni vivos ni muertos tendrían lugar en el mundo.

El primer convoy partió desde Angulema en 1940. Iban familias enteras: hombres, mujeres, niños. Al llegar a Mauthausen, los nazis separaron a los hombres, los obligaron a formar filas y los deportaron. A sus mujeres y a sus hijos no se les volvió a ver. Solo 146 de esos primeros 927 hombres sobrevivieron.

Los españoles fueron destinados al trabajo más brutal: la cantera de Wiener Graben, donde se extraía granito para los delirios arquitectónicos del Reich. Cargaban piedras de hasta 50 kilos subiendo una escalera de 186 peldaños, la temida escalera de la muerte. Allí caían los más débiles. Si no morías por agotamiento, te empujaban. O te disparaban.

Muchos fueron trasladados a Gusen, el campo hermano de Mauthausen. Pero si Mauthausen era el infierno, Gusen era su sótano. Allí no había selección. Solo condena. La esperanza de vida de un deportado era de semanas. A veces, días.

También los llevaron a Hartheim, un castillo reconvertido en centro de exterminio. Allí no había hornos. Solo duchas. Pero del agua no salía nada. Los gaseaban. Muchos murieron sin juicio, sin nombre, sin historia. Pese a todo, resistieron. Organizados, se ayudaban unos a otros, compartían un trozo de pan, un susurro en español. Entre el barro y el miedo, mantenían viva la memoria de una República vencida pero no rendida.

Del campo al exilio

Cuando las SS huyeron en mayo de 1945, los españoles se encargaron de organizar la entrada de los aliados. No fue una liberación. Fue una conquista de los supervivientes. Pero España no los esperaba. Franco seguía en el poder. Volver era imposible. Así que muchos se quedaron en Francia. Sin medallas. Sin homenajes. Sin reconocimiento. Solo con la memoria. Esa que hoy, ochenta años después, seguimos desenterrando.

En 1962, los antiguos deportados españoles lograron levantar un monumento en Mauthausen. No fue un regalo institucional. Fue una suscripción popular. Lo pagaron ellos. Con lo que tenían. Cinco columnas de granito honran a los Rotspaniers —los “rojos españoles”— que nunca se rindieron, aunque el mundo les diera la espalda.

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