Cuando yo era pequeña, llamar a alguien homosexual era un gravísimo insulto. Por supuesto, el término que se empleaba no era tan neutro, sino que solía ser algún adjetivo acabado en -ón. Iba acompañado de una buena dosis de risas, o de otra de mala leche y a veces coincidían ambas a un tiempo, por extraño que parezca. La homofobia es lo que tiene.

Cuando crecí, y empecé a pensar por mí misma, recuerdo que me enfadaba mucho cada vez que alguien espetaba, respecto a un cantante o un bailarín, que era de la acera de enfrente, como si fuera algo que restaba valor al artista en cuestión. Y me enfadaba porque aún tenía grabado a fuego en el disco duro de mi cerebro que aquello era un insulto. Entre otras cosas, porque se utilizaba como si lo fuera.

Era solo una niña que trataba de asimilar el mundo a mi manera, aunque, con la mochila que llevábamos a cuestas aquellas generaciones, esa manera era muchas veces equivocada, por más buena intención que tuviera. No olvidemos que la homosexualidad no solo estaba mal vista, sino que además era delito, y así siguió hasta finales de 1978. No hace tanto tiempo.

La sociedad fue cambiando poco a poco, y, aunque no al ritmo que hubiera gustado a todas esas personas que llevaban años viendo pisoteados sus derechos, se fueron asumiendo las cosas. Los armarios fueron quedándose vacíos y los prejuicios empezaron a marcharse al mismo tiempo que la gente salía a la calle a celebrar que eran personas orgullosas de ser como eran. Ya no eran seres raritos, ni desviados, ni viciosos. Ya no tenían una enfermedad que había de ser curada ni nada vergonzante que hubiera de ser escondido. Eran tan normales que hasta llegó un momento que podían casarse entre ellos desde la ley de 2005. Una evolución casi increíble en solo veinticinco años.

Por todo eso, cabría pensar que ahora, en pleno 2020, ya está todo hecho. Que no hace falta celebración de orgullo, ni banderas ni pancartas. Pero, como todo el mundo sabe, es más fácil cambiar las leyes que las mentalidades. Y hay quien no ha sabido recorrer el camino evolutivo de Atapuerca hasta la actualidad, salvo para algunas cosas. Siguen pensando como hace años, pero son capaces de usar las tecnologías para expresarlo y difundirlo. Una combinación muy peligrosa.

En cualquier caso, y por desgracia, no es solo cuestión de palabras. Parece increíble pero prácticamente todas las semanas se sabe de un incidente en que alguien ha sido atacado, cuando no apalizado, por razón de homofobia, lesbofobia o por cualquier causa relacionada con su orientación o identidad sexual. Y, por supuesto, todos los días miles de personas se sienten insultadas o acosadas por este motivo, algo especialmente peligroso cuando ocurre en el ámbito escolar y se convierte en bullying.

Para rizar el rizo, hemos dado pasos atrás en la frontera de lo que se entendía como políticamente incorrecto. Nos encontramos con algo impensable hace nada, que condenas a este tipo de hechos, o manifiestos a favor de los derechos del colectivo LGTBI que se hacían con motivo del día del Orgullo, han quedado en agua de borrajas porque hay quien desde las instituciones lo impide. Algo para hacernos reflexionar muy seriamente.

En cualquier caso, hay que plantearse si estas cosas responden al verdadero sentir de una parte de la sociedad o hay más ruido que nueces. Porque en el primer caso, es para hacérnoslo mirar, pero en el segundo es casi más grave, porque estaríamos ante aquello que tanto miedo le daba a Martin Luther King, el silencio de los buenos.

Este año no podemos salir a las calles, pero eso no implica que hayamos de estar en silencio. No nos podemos permitir que los derechos humanos den pasos atrás sin luchar no solo por conservarlos sino por mejorarlos. Pensémoslo la próxima vez que aplaudamos un chiste homófobo, que callemos ante un mensaje ofensivo en un grupo de WhatsApp o que miremos hacia otro lado cuando alguien se burla de un niño que hace ballet o una niña que juega a rugby.

Porque, cuando se trata de derecho de las personas, hay que actuar hoy. Mañana siempre es tarde.