Los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 están resultando atípicos. Empezando por su año de celebración, uno más tarde a causa de la pandemia, y continuando por las bajas por positivos en Covid-19 y por algunas a causa de falta de buena salud mental, seguramente la segunda relacionada con la primera. Un lustro después de los anteriores Juegos Olímpicos, los de Río 2016, lo que no ha cambiado es el sexismo que se ejerce sobre las deportistas tanto desde las federaciones deportivas como por parte de la prensa. Ya por aquel entonces, un estudio llevado a cabo por la Universidad de Cambridge ponía blanco sobre negro el distinto tratamiento de medios y de internautas cuando aludían a deportistas hombres o mujeres. Decía ese estudio que se habla tres veces más de ellos que de ellas en las secciones de deportes de los periódicos y que las alusiones a la edad, estado civil (o relaciones de pareja) y a la apariencia física de las mujeres son algo habitual, no tanto cuando se habla de los hombres que compiten. Y el epíteto “femenino” acompaña habitualmente al equipo formado por mujeres, porque la categoría absoluta es la masculina, a la que se considera que no le hace falta adjetivo alguno. Ni más ni menos que lo que ocurre en el resto de ámbitos en los que nos desenvolvemos la mitad de la humanidad junto a la otra mitad que ostenta esa categorización de masculino genérico.

Ser mujer es, ya de por sí, un deporte de alto riesgo. La violencia que se ejerce contra las mujeres por el hecho de serlo adopta múltiples formas, desde las más extremas y atroces hasta las más cotidianas, desde las más evidentes a las más sibilinas. Pero todas son violencias y merecen nuestro rechazo como sociedad. Por eso es absolutamente necesario que denunciemos el sexismo en el tratamiento informativo de los logros o los fracasos de las mujeres deportistas. La mayoría de las deportistas que han llegado a las Olimpiadas lo han hecho en desigualdad de condiciones frente a los hombres que lo han conseguido. Porque, en la mayoría de los casos, el deporte femenino no está ni tan valorado ni tan patrocinado como el masculino. Porque, como en otras profesiones, oficios y dedicaciones, la maternidad es un obstáculo en el camino. Si no, que se lo pregunten a Ona Carbonell, a la que no han permitido amamantar a su bebé en Tokio. O porque sufrieron violencia sexual, como le ocurrió a Simone Biles, que ahora desiste de competir porque acusa problemas mentales.

Valorar a las mujeres no por lo que son o hacen sino por su apariencia o en relación con hombres es una de las más recurrentes formas de sexismo y una de las más normalizadas. Resulta repugnante la sexualización de las deportistas, a las que se juzga por su cuerpo y su indumentaria, a las que se llega a multar por no enseñar carne, en detrimento de su comodidad y de su libre elección. Y produce hartazgo la insistencia en titular sobre ellas como si fueran “mujeres de”, incapaces demasiados medios y periodistas de valorarlas por sí mismas y no en referencia a un varón con el que tienen o han tenido relación o por el que sienten o han sentido admiración. Las mujeres somos y valemos por nosotras mismas, no somos “chicas” eternamente ni queremos serlo. Somos adultas y dueñas de nuestras vidas, para bien y para mal, cuando ganamos y cuando perdemos. Como ellos, ni más, ni menos. Y, muchas veces, a pesar de ellos.