Pocas dudas caben de la esencia y personalidad que tienen las películas del oscarizado director mexicano Guillermo del Toro. Desde sus primeros títulos, como Cronos, Mimic o El espinazo del diablo, hasta, incluso, sus producciones de encargo, como Blade II, Hellboy, Hellboy 2: El ejército dorado, con El laberinto del fauno en el medio. Fantasía, trasfondo político, seres inquietantes que bucean en el lado oscuro del hombre… Quizá se alejó de sí mismo en las irregulares Pacific Rim o La cumbre escarlata, para recuperarse ahora con La forma del agua, película que lo ha posicionado en un lugar avanzado en la carrera a los Oscar, posiblemente porque, además de rezumar la atractiva identidad de la ficción del director, está apuntalada como un perfecto artefacto de producción, industrial y comercial.

Una oda a la diferencia

Así, con un formato de fábula, de cuento romántico y de aventuras donde el bueno es el monstruo, la película tiene mucho de homenaje al cine clásico, al cine como evasión (de ahí que sea tan referencial: Amelie, La Bella y la bestia, el cine negro de la Guerra Fría…), además de abrazar varias causas progresistas en el contexto de los años sesenta en los que se ubica la ficción: el feminismo, los derechos de los homosexuales y los derechos de los negros. Es, en suma, una oda a la diferencia y al diferente, e incluso a la lucha de cada uno de nosotros por encontrar nuestro sitio, tanto de manera metafórica, con su trama, como directa con sus personajes arquetípicos y su reconstrucción histórica.

Jugar con la melancolía y el espectáculo

Un barniz nostálgico y melancólico, un toque de espectáculo en el que destacan el asombroso despliegue visual y sonoro, y una ilusión mezclados con argumento histórico para una película que no está entre las mejores del director, con tramos irregulares como la ensoñación musical del personaje de Sally Hawkins, que está espléndida en su personaje.