La vida de la voz de La vie en rose estuvo llena de claroscuros. Fue una vida de autodestrucción, de éxitos y fracasos. Pero sin lamentaciones ni reproches. Je ne regrette rien, dice uno de sus versos más conocidos, aunque Edith Piaf sí quiso mitificarse a sí misma. Este 19 de diciembre habría cumplido 102 años.

Edith Piaf nació el 19 de diciembre de 1915. Siempre se dijo que fue en mitad del pasillo del cutrichil familiar, en el 72 de la calle Belleville. Pero, según el libro Piaf, un mito francés, publicado por el periodista de Le Monde Robert Belleret, que intenta despojar la vida de la cantante de las semi-verdades con las que la cantante la adornó, nació en un hospital, en toda regla. Sí parece cierto que su padre, un acróbata alcohólico, al volver de la Primera Guerra Mundial tuvo que rescatar a la niña, que fue ciega los tres primeros años de su vida –de ahí su característica mirada perdida, que de mayor enmarcó en unas cejas que imitaban las de un travesti-, de la inmundicia en la que la mantenía su madre. La llevó a vivir a un burdel de confianza, de cuyas prostitutas Edith Piaf siempre habló con cariño.

Juntos por las calles de Montmatre­

Padre e hija volverían a reunirse en la pubertud de ésta, actuando juntos por las calles de Montmatre­. Hasta que un día, Piaf probó suerte por su cuenta entonando La Marsellesa, y recaudó en el platillo el doble de francos que en dúo. No tardó en escucharla, en la esquina de la rue Troyon y la rue Mac-Mahon, el oído adecuado, el de Louis Leplée, dueño del popular cabaret Gernys, quien la convirtió en la reina del music hall de París y le encasquetó el mote de Pequeño Gorrión. También la apodarían La Mome, la dama de la canción francesa. Pero más adelante. Por ahora, había nacido solo un mito de la canción, que luego sería también un emblema de Francia.

Edith Piaf se convirtió en la cantante más popular de las décadas de los años 40 y 50. Sus melodías dolientes y con sabor a París canalla, que tan bien refleja su políticamente incorrecta L’étranger, llenaron grandes colosos, del Olympia de París –su escenario preferido- al Carnegie Hall de Nueva York. Con esa voz vibrante, voluminosa, libre, única que ha hecho inmortal a esta mujer menuda, y su don para escribir, nos dejó la unas 90 canciones y 11 películas.

A menudo, su vida amorosa determinaba los derroteros de la profesional, mezclando, como tantos, vida y arte. Tras su idilio con Leplée, al que asesinan por la espalda, el compositor Raymond Asso la rescató en una primera época de excesos, y la llevó de gira por Europa y Estados Unidos. Allí actuó ante Orson Wells, Judy Garland, Henry Fonda, Bette Davis o Marlene Dietrich.

Aunque, según escribió la artista en una de sus dos autobiografías, Marcel Cerdan, un boxeador de origen mallorquín, fue “el único hombre al que he querido”. La relación fue tormentosa. Cerdan estaba casado y nunca tuvo la menor intención de abandonar a su familia por mucho que la Piaf se lo suplicara. Solía reunirse con ella en un café conocido hoy como Chez Ammad, y el 28 de octubre de 1949, el deportista se subió a un avión para reunirse juntos más lejos, en Nueva York. Nunca llegó, el aeroplano se estrelló. Aquella muerte hundió a la cantante aún más en la morfina y el alcohol, pero también nos reportó el gran Himno al amor.

Entre tanto, el talento de Piaf se solidificaba al tiempo que crecían su fama y su generosidad: apoyó la carrera de cantantes entonces emergentes como Yves Montand, Georges Moustaki o Charles Aznavour, que por cierto ejerció de su secretario y chofer. El escritor Jean Cocteau reivindicaría, en este sentido, que Piaf fue la persona más generosa que había conocido.

Un emblema de Francia

Y no solo en el territorio musical se ha convertido en un baluarte esa persona generosa. En un momento histórico en el que los artistas gozaban de mayor dimensión social y exhibían un mayor activismo político, durante la ocupación nazi de Francia, la cantante apoyó a la Resistencia Francesa.

Se cuenta que protegió a judíos de la deportación, y sus canciones se fueron convirtiendo en himnos callejeros. Cantó para los prisioneros de guerra -Cocteau le escribió a tal efecto El bello indiferente-, y en 1944 estrenó en el Moulin Rouge La Vie en Rose. Después, los existencialistas de París la escogerían como musa, y así se amplió su radio de fama también a los intelectuales.

De su vida se han rodado hasta ahora cinco películas, y se han escrito centenares de libros. Aunque si algo la definió fue el tema de Charles Dumont Non, je ne regrette rien, en cuya mitificación ha intervenido que la artista salvó con él, de la quiebra, al Olympia de París, al presentarla allí. Y también el momento en el que lo interpretó, los años 60, el último tramo de su vida, otra época que atravesó en la cuerda floja: ya casada con Théo Sarapo, con quien cantó a dúo el amargo A quoi ça sert l’amour (Para qué sirve el amor),  en estos años sobrevivió a tres accidentes de coche, un intento de suicidio, cuatro desintoxicaciones, tres comas y un episodio de locura.

Fue la cirrosis la que finalmente la socavó, primero obligándola a retirarse de los escenarios, lo que la sumió, una vez más, en la pobreza, y el 11 de septiembre de 1963, acabando con su vida. Dos millones de personas acudieron a despedirla al cementerio Père Lachaise. Y mientras Edith Piaf duerme el sueño eterno, su magnetismo sigue funcionando. En Francia, su figura es hoy incontestable.