"En 1962, encontrándome  en Nueva York para presentar Jules y Jim, me di cuenta de que cada periodista me hacía la misma pregunta: ¿Por qué los críticos de Cahiers du Cinema toman en serio a Hitchcock? Es rico, tiene éxito, pero sus películas carecen de sustancia”. Son palabras de Truffaut en el prólogo de El cine según Hitchcock, el libro que este militante de la Nouvelle vague consagró a reivindicar a quien se suele etiquetar como “el maestro del suspense”.

Tal vez se sorprendan, así que lean esto con una música que infunda tensión y sobresalto, como las que suenan en las propias películas de este director inglés, aunque seguramente más estadounidense que muchos directores de Hollywood en su manera de entender el cine: Hitchcock no siempre gozó del respeto de los analistas del cine, “había sido finalmente la víctima, en América, al lado de los intelectuales, de tantas entrevistas superficiales y deliberadamente dirigidas hacia la burla”, abunda Truffaut, para quien, sin embargo, este hombre “había reflexionado sobre los medios de su arte más que ninguno de sus coetáneos”.

Hoy, alabada, copiada y hasta parodiada en varios de sus títulos como una obra insoslayable, en cambio, la sombra de su cine planea mucho más allá del Séptimo Arte. El nombre de Alfred Hitchcock se ha convertido en una marca de la cultura de masas, en un icono identificable incluso para quienes solo han visto de sus películas el telescopio de James Stewart, la carrera de Cary Grant huyendo de una avioneta o la fatal ducha de Janet Leigh. Como las figuras del pop, incluso se le asocia un logotipo propio, el que él mismo utilizaba, evocando su perfil, en sus programas de televisión, y como decía Travernier, Hitchcock ha servido hasta de “coco” para asustar a los niños.

Hitchcock, el personaje

¿Cómo se produjo este volantazo, cómo pasamos de ese principio al desenlace final? Bajen las luces, vamos a indagar en el intrigante mundo del hombre que creó Los Pájaros. Primer sospechoso: la mitomanía. Cierta cinefilia y ciertos fans han dotado a este director de un aura que va más allá de sus aportaciones al lenguaje cinematográfico. Aportaciones, ojo, nada baladíes. Según señala el crítico Enrique Alberich en su obra Alfred Hitchcock. El poder de la imagen, “podría afirmarse que existen dos grandes tipos de directores de cine: aquellos que emplean imágenes para contar sus historias”, y aquellos que, a la inversa, “utilizan historias para crear imágenes y, a partir de ellas, expresar su universo. Alfred Hitchcock pertence a esta segunda clase. Es más, cabría incluso catalogarlo como su más diáfano exponente”.

Esa aura de mitificación estaría vinculada al carisma personal que tenía el director, a pesar de que abundaban las voces que lo calificaban de arrogante, obsesivo, excéntrico y misterioso como el alma de sus películas. Una pátina que él mismo alimentó con su aspecto y su sentido del auto espectáculo, desplegando un comportamiento público que le daba un toque siniestro afín al de sus tramas (su “genio publicitario solo tiene parangón con el de Salvador Dalí”, dejó escrito Truffaut). Toque al que, finalmente, también contribuyeron las leyendas que se pusieron en circulación sobre sus fijaciones por las actrices con las que trabajaba, paralelas a su matrimonio de toda la vida con Alma Reville.

Un cine comercial

Por otro lado, si bien la crítica tardó en seguirlo en su camino, Hitchcock sí fue enormemente popular entre el público, que entró de pleno en el juego de su cine. La industria vio pronto las posibilidades de la caja registradora en esta ecuación, así que, en general, el director recibió el apoyo de las productoras, con algunas excepciones como su éxito más importante de taquilla, Psicosis, del que todos dudaron inicialmente y The Guardian calificó como “superficial e ingenuo”. El director se vio abocado a un bajo presupuesto para una cinta en la que experimentó con la narración, matando a la protagonista a los 30 minutos de empezar la película y manejando las emociones del espectador a su antojo; terminó creando un clásico del cine con el que amasó una fortuna de 32 millones de dólares en un año. También sintomático de su popularidad fue que la CBS apostase, en los años cincuenta, cuando el director estaba en la cresta de la ola, por ponerle dos programa de televisión, Hitchcock presenta y Sospecha. El primero duró diez temporadas, de 1955 a 1965, y dio origen a varias revistas que utilizaban el nombre del director como reclamo.

Fue su alianza con David Selznick la que más lo benefició comercialmente. Él había comenzado a trabajar en su Inglaterra natal (nació en el distrito londinense de East End en 1899), durante los primeros compases del cine sonoro. A partir de 1934, rodó una serie de películas como El hombre que sabía demasiado o 39 escalones, cuya fama mundial sería su pasaporte a Hollywood. Eran todos títulos de suspense, la inclinación por el género estaba ya en las primeras entrañas de su cine, y él la atribuyó al carácter taciturno que había desarrollado desde niño, sobre todo tras perder a su padre con once años, y a su horror a los sacerdotes y los policías. “He sido alumno de los jesuitas en el colegio San Ignacio. Sin duda nací con el sentido del drama porque tengo tendencia a dramatizar, y en el colegio el método de castigo era sobre todo espectacular. Creo que es el más horrible de los suspenses”, dejó escrito.

Es en 1938 cuando firma un primer contrato con Selznick, con quien mantendrá una relación complicada porque era un productor muy intervencionista, y a Hitchcock le gustaba llevar las riendas. Selznick le produjo su primera película en Hollywood, Rebeca (1940), que resultó un taquillazo. Gracias a ella comienza a trabajar para la Universal, y desde 1944, para la 20th Century Fox. Es la época del conocido como cine clásico, y el cineasta se resigna a su cánones solo en parte, introduciendo innovaciones como su peculiar sentido del ritmo cinematográfico. Tras volver a Inglaterra en los últimos momentos de la Segunda Guerra Mundial, a realizar un par de trabajos propagandísticos y asesorar en un documental sobre los campos de concentración, regresa a Estados Unidos para finiquitar su colaboración con Selznick y dar el paso, en 1948, a Transatlantic Pictures, ruptura que es muy significativa porque representa la antesala de los cambios que estaban por venir durante la década de los cincuenta en la llamada modernidad del cine, cuando el sistema de estudios tradicional cae y se prouduce una ruptura de la estética.

En los cincuenta, Hitchcock,  en la MCA, comienza la que es quizá su mejor época, evolucionando de una cinta a otra, introduciendo nuevas aportaciones visuales y creando un conjunto de colaboradores fundamental para su éxito. Es la época de las famosas rubias como Grace Kelly, Kim Novak o Eva Marie Saint, aunque también de morenos como Cary Grant, James Stewart, Gregory Peck y Henry Fonda. Es la época de Extraños en un tren, Crimen perfecto, Atrapa a un ladrón, Vértigo, Con la muerte en los talones o La ventana indiscreta, obra maestra que funciona como manifiesto, como metáfora del componente voyeur que tiene el cine para el director, desde una trama rompecabezas y una puesta en escena cargada de tensión.

El apoyo de la Nouvelle vague

Los años sesenta marcan la definitiva ruptura de los cánones del cine clásico, y Hitchcock, que ya había preludiado algunos de los cambios, la abre con un triplete de obras maestras: Psicosis, Los pájaros y Marnie la ladrona. Hasta que en 1976 filme La trama, su última película, esta década, y el año 1966 en concreto, resultará particularmente especial para él, pues en ella surgirá el tercer sospechoso de contribuir a su trascendencia: se publican las mencionadas conversaciones que mantuvo con François Truffaut en un libro hoy casi sagrado para los cinéfilos, El cine según Hitchcock, que no solo habla de cómo hacía cine el director sino también de cómo se puede hacer cine, que no es un manual pero enseña a degustar el Séptimo Arte como pocos. Fue una suerte de certificado para consagrar al director británico como autor, siguiendo la famosa Política de autores de Cahiers du Cinema. Por influencia de ella, en 1967, a Hitchcock le dieron el Oscar Honorífico, después de haberlo mantenido en el dique de las nominaciones toda su carrera.

Desde entonces hasta ahora, su obra se observó ya de otra manera, incluso aunque, productivamente, él entrase en decadencia. Había logrado cerrar el círculo que empezó llamando la atención de la industria, siguió ganándose al público y terminó con el aplauso de la crítica. Su mito no ha hecho más que crecer con los años, pocos son quienes no han visto alguna de sus películas, singulares, como lo fue su carrera, sus manías, su forma de ser. Probablemente, se adecúe a la perfección a la idea de genio. Probablemente, lo fue.