Llevará tiempo hasta que se diluya de nuestra retina esa foto extraordinaria de Juan Carlos Hidalgo (EFE) en la que vemos, de espaldas, a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias caminar hacia un mar de cámaras que aguardan para inmortalizar el encuentro de dos políticos que dijeron que estaban de acuerdo en algo por primera vez.

Esta instantánea ganará numerosos premios los próximos meses, pero no lo será por su espectacularidad, aunque la tiene, sino porque captó de manera soberbia ese enorme monumento a la nada en que se ha convertido la política en España y puede que en buena parte de Europa. El fracaso, la ausencia de talento y el raquítico compromiso con el ciudadano y el país, se ocultan bajo el manto reluciente del espectáculo, con estudiados golpes de efecto que consiguen que todo parezca trascendente y extraordinario.

Podemos tiene un grupo de arreglistas en la tramoya realmente eficaces. La prensa ha dado cuenta los últimos días de hasta qué punto sus líderes tienen en cuenta cómo se proyectan fuera. Hasta el color de las uñas importa. El primer gran show fue el bebé de Carolina Bescansa volando de mano en mano por el hemiciclo el día de la constitución del Congreso de los Diputados. Luego vino el riego oral con cal viva con que Pablo Iglesias saludó a los socialistas desde la tribuna. Pocos días después se autoproclama bicepresidente del Gobierno como si de un Beria pop se tratara. Y ahora, tras amputar la parte de su partido que creía podrida, llega para afirmar ante mil cámaras que no será un estorbo para la formación de un gobierno progresista.

En estas nos vemos, como cavilando de nuevo si al final este joven político no es tan jodido, si, aunque sólo fuera por intereses tácticos, le viene bien dar bola a un gobierno casi sin hueso presidido por Sánchez. Los medios de comunicación continúan encantados compartiendo esta larguísima cabalgata política pues, al fin y al cabo, también ellos forman parte (acaso la principal) del espectáculo; y el ciudadano, entre curioso y descreído, sigue a la espera.

Pero en otros despachos tan larga espera desespera. El país no está para que el Gobierno impida que el Rey viaje al Reino Unido, que Rajoy se ponga todas las semanas un bolo en algún rincón de España donde pronunciar una necedad, y los demás suenen como el trío político-musical más desafinado de la década. El déficit público se ha disparado en 2015, Bruselas se impacienta con razón y la crisis mundial (y la nuestra propia) asusta a la empresa, los trabajadores y otros muchos españoles que piensan, aunque no lo creamos. Porque un gobierno de brazos caídos como el de Rajoy es un bloque de cemento de mil toneladas en el cuello de España.

¿Por qué confiar entonces en que Iglesias será razonable y sensato? Dados los antecedentes habría que pensar más bien que no está en su naturaleza ayudar a la formación de un gobierno. Más que a ningún otro a él le va el espectáculo, el divertido y automático juego de pulsar la tecla me gusta/no me gusta. Porque se percibe con claridad que sus emociones entroncan sobre todo con los marineros amotinados de El Acorazado Potemkin y con el sueño de ser el John Reed enamorado de Rojos. El vaivén que se trae con la serie Juego de Tronos es otro hallazgo en las tramoyas. A él solo le pone un trono: el suyo.