Al comienzo de la obra de Dickens, “Historia de dos ciudades”, aparece una frase, aplicada a otro contexto y a otro momento histórico, pero que quizás pueda servir para definir lo que en apariencia nos ocurre: “todo se nos ofrecía como nuestro y no teníamos absolutamente nada”. La imagen que ofrece la España actual es la de un país que durante años estaba seguro de que había alcanzado cotas inimaginables poco tiempo antes y que ahora se ve obligado a enfrentarse a una realidad que no termina de creerse.

Esa situación tiene un riesgo, que es el de invalidar todo lo anterior y poner en cuestión todo cuanto forma parte de nuestro sistema político. Porque al parecer es la política lo que se presenta como causante de todos los males. En ella es donde hay corrupción, donde se ha malgastado el dinero público y además donde parece que solo existan aprovechados que buscan su interés personal. Hace solo unos días hablaba de este tema con una persona que lleva muchos años dedicado a la política, en el ámbito local, y coincidíamos en resaltar que una buena parte de quienes han desempeñado funciones públicas en diferentes niveles en nuestro país han sido personas honestas, trabajadoras, cumplidoras con su deber y con su compromiso, con independencia del partido al que pertenecieran.

La Transición española, aunque no se pueda considerar perfecta, demostró algunas cosas en nuestro país. Entre otras que era posible construir un modelo de convivencia sobre la base de principios en los que todos estábamos de acuerdo, y por consiguiente quedaba desmentida esa vieja idea de que los españoles solo sabemos enfrentarnos y destruir a quien no piensa del mismo modo. También sirvió para poner en marcha un modelo de organización territorial que ponía fin a un viejo conflicto como era el de las aspiraciones nacionalistas de algunas regiones. Asimismo, nos permitió entrar a formar de una comunidad internacional de la que habíamos vivido aislados demasiado tiempo.

Sería conveniente, de vez en cuando, volver la vista atrás y analizar con sosiego lo que juntos hemos sido capaces de construir, sin pensar que todo cuanto llevamos a cabo fue perfecto, pero tampoco debemos concluir que todo lo hicimos mal. No se puede pasar del triunfalismo al derrotismo. Al igual que siempre, hoy habrá una buena parte de políticos honestos que intentan buscar soluciones, otra cosa es que se equivoquen y que luego respondan de sus decisiones ante las urnas. Y por otra parte, habrá un elevado porcentaje de ciudadanos interesados en colaborar en la solución de los problemas.

En consecuencia, ha llegado el momento de la política, de más política de verdad. Es la coyuntura favorable para que los partidos políticos, de una vez por todas, demuestren que merecen el rango constitucional que se les asignó en 1978. Deben buscar cauces de apertura hacia la sociedad, pero no basta con campañas en las que expresen su opinión hacia lo que hace el otro o los otros, sino que tienen la obligación de canalizar las demandas sociales, deben cumplir con lo establecido en el art. 6 de la Constitución y demostrar que con su acción “concurren a la formación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”.

Y dicha participación no puede ser solo la de ir a votar. Los partidos tienen una responsabilidad histórica en estos momentos, y si no la asumen el vacío que dejen puede ser ocupado por quienes no creen en la política ni en las instituciones democráticas. La historia del siglo XX ofrece ejemplos que nos pueden servir de advertencia.