Lo que dijo ayer Alfonso Guerra sobre Carles Puigdemont es lo mismo que podrían haber dicho Santiago Abascal o su epígono Pablo Casado: “Con un payaso como ese [Carles Puigdemont] recorriendo los países es muy difícil arreglar el tema de Cataluña. Yo no tengo esperanza”.

Se nota que Guerra dice lo que piensa: la razón principal de que lo diga no es porque lo piense, sino porque ya no tiene responsabilidades institucionales ni orgánicas. Sí tiene, sin embargo, una responsabilidad cívica que no caducó cuando dejó sus cargos: es la responsabilidad de quien sigue siendo un referente civil e ideológico para muchas personas. Por eso está obligado, ciertamente, a que todo lo que diga sea verdad, pero no, desde luego, a decir toda la verdad.

En su diálogo con Miquel Roca, en el marco del ciclo organizado por el despacho de abogados Montero Aramburu con motivo del 50 aniversario de su fundación, lo que Guerra dijo de Puigdemont le salió del alma; el exvicepresidente se dio un gusto al cuerpo, que es uno de los rasgos del populismo y una de las peores cosas que pueden hacerse en política.

Es el peligro de llamar a toda costa 'al pan, pan y la vino, vino', el peligro de imitar sin gracia a aquel castellano viejo de quien Larra lamentaba que no formara parte "del corto número de gentes que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse". En el debate de anoche, Guerra hizo de Braulio y Roca hizo de Fígaro.

Alfonso Guerra está obligado a afinar más sus opiniones, y no tanto para que estas no se parezcan a las de la extrema derecha populista como para no añadir dificultades a un extremadamente frágil proceso de diálogo entre los Gobiernos de España y Cataluña que es condición necesaria –aunque no suficiente– para encauzar un conflicto cuyo tamaño está perfectamente perimetrado: en su mejor versión, 1,96 millones de votos en 2015 y en la peor, 1,36 millones en febrero de este año, cuando ‘el payaso’ obtuvo 568.000 votos, equivalentes al 20 por ciento.

Exabruptos como el de Alfonso Guerra anoche en Sevilla ayudan a Puigdemont a sumar votos y confirman el relato que el independentismo se ha contado a sí mismo sobre la ojeriza fatal que 'España' le tiene a 'Cataluña'. Aficionado al teatro y la literatura, a Alfonso Guerra nunca le importó demasiado pagar –o que pagaran otros– un alto precio por una buena frase. Así sucedió en 2006 cuando dijo que el Congreso, al que comparó con un carpintero, había “cepillado” el Estatuto de Cataluña. También entonces se dio un gusto al cuerpo y también entonces contribuyó a engordar el victimismo valentón y teatrero de independentismo.

El debate que mantuvo con Miguel Roca fue moderado con sobriedad por el periodista Ignacio Martínez, que, cansado de las intensas sesiones de masaje recíproco del catalán al sevillano y viceversa, planteó abruptamente la cuestión catalana para buscarles un poco las cosquillas a sus invitados. A Roca no se las encontró, pero sí a Guerra, sí a él, hace 43 años mariscal de campo en los Ejércitos de la Concordia y hoy improvisado lugarteniente de las jactanciosas Divisiones del Frente Populista. Menos mal, por cierto, que el título del encuentro era ‘El consenso en la vida pública ayer y hoy', que si llega a ser otro...