Con tantos tertulianos ejerciendo de jueces que no paran de dictar sentencias inapelables cada mañana, no es raro que haya jueces que hayan decidido ejercer de tertulianos. Inspirado por su presidente de la Sala de lo Penal Manuel Marchena, el hombre con quien contaba el PP para controlar cúpula judicial “desde detrás”, el escrito del Tribunal Supremo elevando ante el TC la esperada cuestión de inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía es formalmente un auto judicial pero materialmente un editorial periodístico, una columna de opinión, el desahogo de un tertuliano con mal perder porque sus compañeros de cháchara no le dan la razón.
Marchena no se está comportando como un juez del Supremo, sino como un hombre de derechas aquejado de una ostensible falta de deportividad: no es que las 49 páginas del auto enviado al Constitucional no incluyan razonables argumentaciones jurídicas y pertinentes referencias doctrinales contra la amnistía a los líderes independentistas, que sin duda las incluyen; es que Marchena y el resto de magistrados firmantes del auto han querido darle un gusto al cuerpo incluyendo apreciaciones más propias de un indignado votante de derechas que de unos prudentes magistrados del Tribunal Supremo.
Tanto este auto como la creativa interpretación que esa misma Sala del Supremo hizo del delito de malversación para no tener que aplicar la amnistía a Carles Puigdemont, o como la disparatada instrucción del juez Peinado en el caso de Begoña Gómez, indicarían que la justicia, cierta justicia al menos, no solo ha dejado de ser imparcial sino que ni siquiera se quiere tomar la molestia de parecerlo. Como los curas trabucaires de las películas de Berlanga, los magistrados del Supremo consideran que lo que ellos han condenado no lo amnistía ni Dios. Y mucho menos un maldito ‘Perro’, por mucho que se crea Dos.
Los jueces no son la justicia. ¿O sí?
No tenemos un problema con la justicia como tal, pero sí un problema con algunos jueces; sucede, sin embargo, que si algunos de estos jueces están situados en lo más alto de la pirámide del Poder Judicial o instruyen casos de altísimo voltaje político entonces el problema toma la apariencia de serlo no solo de algunos jueces, sino de la justicia misma.
Sucede también en la política. Todas las democracias han tenido, tienen y tendrán problemas con algunos políticos, pero si alguno de esos políticos problemáticos ocupa un lugar preeminente dentro del Poder Ejecutivo porque así lo han decidido los ciudadanos con su voto, el problema ya no es con algunos políticos sino con la propia política como tal, es decir, con el sistema democrático mismo. Donald Trump fue ejemplo de ello cuando en enero de 2021 alentó a los suyos a ocupar el Congreso y reventar la legítima victoria de Joe Biden. Aparte de ser un delincuente, Trump es un tipo que tiene mal perder: a la derecha suele sucederle bastante eso de tomarse mal la derrota. La deportividad está bien si eres tú el que gana; si no, es una mariconada.
Sin llegar por supuesto tan lejos como el energúmeno del pelo naranja, la derecha española tuvo mal perder en 1993, 2004, 2019 y 2023: en todos esos casos convirtió la legislatura en un infierno. Y no muy distinto es el comportamiento de la derecha catalana: desde las autonómicas del pasado 12 de mayo en las que fue derrotado, su líder Carles Puigdemont está teniendo tan mal perder como en el pasado lo tuvo José María Aznar y en el presente lo están teniendo Alberto Núñez Feijóo o Manuel Marchena. Al parecer, la idea de Puigdemont es reventar una más que probable investidura del socialista Salvador Illa, claro vencedor de las elecciones catalanas. La estrategia consistiría, resumiendo mucho, en montar el pollo: regresar a Cataluña en vísperas o el día mismo de la investidura para así forzar su detención, ordenada por una justicia que, a su vez, también parece aquejada de ese mismo vicio de falta de deportividad que está destruyendo nuestras democracias.
Ya que su huida siete años atrás fue más bien vergonzante, el expresidente sueña con un regreso de hechuras épicas. Puigdemont se resiste como gato panza arriba a admitir que Cataluña ya ha dejado atrás el Momento Épico. Lógico: no se puede ser épico sin interrupción durante mucho tiempo pues, por definición, la épica es agotadora. Como el de tantos patriotas hiperbólicos, el lema de Puigdemont, de Aznar o de Marchena es ‘Todo por la patria’ pero con la condición, eso sí, de que en la patria manden ellos.