Solo cuarenta años han marcado dos de los hitos más determinantes en la definición de lo que somos y de lo que seremos como país. Dos hitos diferentes entre sí, pero con analogías sobre las que merece la pena reflexionar para extraer el necesario aprendizaje. Por un lado, el ataque a la democracia española, que representó el intento de golpe del 23F y que vino precedido de un contexto social de crisis y desencanto que puso a prueba a nuestra entonces jovencísima democracia, y, por otro, la crisis generada por la pandemia, que ha puesto a prueba los cimientos de nuestra sociedad y la solidez de nuestro sistema productivo, con unas consecuencias de agotamiento y desesperanza que son acicate para la agitación social, el enfrentamiento y la polarización.

Ambos contextos nos interpelan a priorizar los valores democráticos porque con ello damos prioridad al bien común y a la cultura del encuentro; ambos contextos se acompañan de un ruido de crispación y paradojas que apelan a los principales valores democráticos, para con ello debilitar nuestro sistema democrático y transitar hacia el autoritarismo.

Es relativamente fácil hacer mella en los estados de ánimo, y es que la carga emotiva social y económica en nuestra sociedad actual es el mejor caldo de cultivo para la manipulación. No tenemos más que mirar debajo del simplismo de los mensajes que bombardean las redes sociales para compartir que libertad y democracia nunca pueden ir de la mano del discurso de odio, de la intolerancia, de la exclusión social, de la violencia o del reconocimiento parcial de las reglas de convivencia que nos hemos dado democráticamente. Aquí no hay dobles raseros: la libertad de expresión no justifica la incitación al odio ni a la violencia, como tampoco es posible denostar la política desde la propia política, renunciando a toda posibilidad de encuentro en la negación de la legitimidad democrática y del pluralismo político; no se puede ser demócrata mientras se invoca de manera interesada y selectivamente nuestro marco normativo, que por ser dinámico, es susceptible de ser mejorado, pero con las herramientas que democráticamente nos hemos definido. Corremos peligro de normalizar esta esquizofrenia que, detrás de la confrontación y el narcisismo, quiere ocultar nuestra verdadera fortaleza.

La unidad de la sociedad española y la ilusión por un futuro en libertad entre iguales consiguió que el  23F no solo no acabara con nuestra democracia, sino que significara la verdadera caída del régimen y la fortaleza fundacional de una democracia que, cuarenta años después, tiene el reconocimiento de estar entre las principales democracias plenas del mundo. Cuidémosla.

Hoy sabemos que el concepto de unidad, comunidad, y de Estado, actúa como un antídoto para combatir nuestras vulnerabilidades y las consecuencias que nos está dejando la crisis. Hemos superado el principal azote del drama que ha supuesto el año 2020 y ahora estamos ante un horizonte de recuperación: la vacunación y la modernización de nuestra economía diseñada a través de Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia nos sitúan ante un futuro de esperanza y progreso que tenemos que construir con esfuerzo colectivo; no podemos permitirnos caer en el ánimo de conflicto que sólo persigue debilitarnos.

Política es suma de voluntades, es compartir retos y oportunidades comunes para avanzar en el interés general. No caigamos en la provocación, es tiempo de ilusionar con mucha y mejor política para superar las dos grandes amenazas que nos acechan: la crisis socioeconómica y el debilitamiento de los valores democráticos. La única salida pasa porque activemos nuestra inteligencia colectiva.

Belén Fernández, viceportavoz adjunta del Grupo Socialista en el Congreso y secretaría de Cooperación Internacional del PSOE