Palacio de los Vivero de Valladolid (Autor: Nicolás Pérez, Fuente Wikipedia)
Existe un recurso narrativo llamado anagnórisis mediante el cual un personaje descubre su verdadera identidad. Siempre se había usado en la literatura o incluso en el cine, pero posiblemente hoy sea un buen día para que suceda también en la política española.

En estas fechas en las que tanto protagonismo está teniendo “la unidad de España”, es frecuente oír hablar de los Reyes Católicos y cómo con su matrimonio crearon España. Bueno, pues de ser así, hoy es el cumpleaños de nuestro país pues hace 548 años que Isabel y Fernando se dieron el “sí quiero”. En el palacio de los Vivero de Valladolid.

Pero como sucede en las tragedias griegas, donde tan presente está la anagnórisis, pequeños flecos sueltos comienzan a desatar la intriga descubriéndonos en este caso que Isabel y Fernando se casaron, pero no en calidad de reyes ni de Castilla ni de Aragón.

Por aquel entonces, Castilla estaba gobernada por el hermano mayor de Isabel, Enrique IV; un rey al que los nobles no cesaban de subírsele a las barbas, tan pronto le adulaban como le llamaban “impotente”, “puto” y lindezas por el estilo.



Enrique IV y la joven del cuadro La Virgen de la Mosca, a quien se ha relacionado con Isabel la Católica.
Por si fuera poco, y con pasmosa habilidad, Isabel se había convertido en líder de la oposición de su propio hermano. Nunca quedó claro si Isabel era una herramienta política de un sector de la nobleza, o la nobleza era un instrumento suyo, pero lo cierto es que con apenas 17 años logró que el rey le nombrase princesa de Asturias y por tanto sucesora en la corona de Castilla.

Esta estrategia aparentemente absurda tenía su sentido. El rey Enrique IV tenía una hija, conocida en la historia como Juana la Beltraneja que, por ley, era la heredera directa del trono castellano, sin embargo el monarca declaró heredera a Isabel, eso sí, a cambio de elegir con quién se casaría.

Por eso mismo, el rey de Castilla acordó un enlace con Alfonso V de Portugal, cuyo hijo Juan II a su vez estaba prometido  con la princesa Juana. Es decir, que si Isabel quería ser reina no pasaba nada, sería reina de Castilla (incluso consorte de Portugal), pero en el fondo ese trono lo heredaría el príncipe Juan II de Portugal y en consecuencia la princesa Juana de Castilla. En resumen: se pusiese como se pusiese Isabel, al final la reina de Castilla sería la hija de Enrique IV.

En Aragón estas disputas se vieron como una oportunidad, sobre todo teniendo un príncipe casadero con el que podrían aliarse con los castellanos rebeldes. La única dificultad es que la boda entre Isabel y Fernando requería una dispensa papal, un requerimiento difícil de conseguir, pero no imposible.

Según el historiador Jerónimo Zurita, fue en estas intrigas cuando apareció en escena el rey aragonés y por tanto conde de Barcelona, Juan II (padre de Fernando el Católico). Para el monarca aragonés la boda era de vital importancia y para ello “tuvo muy particular cuenta en gratificar a Antonio Jacobo de Véneris” el cual no era otro que el nuncio apostólico.

Juan II de Aragón y Pio II, el papa que firmaba bulas después de muerto.
O lo que es lo mismo, tras ser sobornado, Véneris como embajador del papa logró una bula papal firmada por el ya difunto Pio II que, ¡oh casualidad!, pese a ser de 1464 nunca nadie había visto. Y que, como era de esperar, centraba su contenido en la dispensa según la cual el por entonces niño Fernando el Católico podía casarse con cualquier princesa consanguínea suya en tercer grado.

De este modo, Juan Arias, el obispo de Segovia, terminó por allanar el terreno a nivel eclesiástico para que la ceremonia se celebrase tal día como hoy del año 1469.

Una ceremonia ilegal (al no contar con el permiso del rey de Castilla), basada en un documento falso (ya que Pio II nunca firmó esa bula), y que para colmo de males había salido del soborno con el que Juan II de Aragón corrompió al nuncio del papa. Es entonces cuando la historia se convierte en esa especie de anagnórisis en la que descubrimos que somos cómo somos por venir de dónde venimos.