Fue el artista ferrolano Eduardo Hermida quien, en 2008, puso en marcha en su barrio, Canido, uno de los distritos históricos de Ferrol (La Coruña), la ya famosa Ruta de las Meninas, en el marco de la cual varios artistas han reinterpretado el célebre cuadro de Velázquez en las fachadas de edificios desocupados o ruinosos, con el fin de hacer más alegres aquellas deprimidas calles, en un acto tan reivindicativo como artístico. El optimismo ha resultado contagioso, han aumentado las personas censadas en el lugar, hay más negocios y hasta se han recibido propuestas de exportar el proyecto a Madrid, Barcelona, Gijón, Francia o Ucrania. Y para la edición de 2017, Hermida ha sumado fuerzas con la cerveza 1906 para recabar firmas entre los vecinos y pedirle a Banksy, la súper estrella mundial del arte callejero de rostro desconocido, que viaje a Ferrol a plasmar su propia reinterpretación de Las Meninas. “Te hemos reservado un espacio en una de nuestras calles para que puedas expresar tu interpretación personal  de Las Meninas, y ayudarnos a hacer de nuestro vecindario un lugar más bonito. ¡Te esperamos!”, reza el anuncio que los impulsores de la idea han publicado en Le Monde, Le Fígaro, Le Journal de París, The Times o el Corriere de la Sera, así como en vallas publicitarias de Londres y Bristol, ciudad natal del artista.
La iniciativa constituye otro ejemplo de la cada vez más frecuente colaboración entre los artistas callejeros y las marcas comerciales. Colaboraciones a las que, no obstante, aún escapa una parte del grafiti.

Un arte nacido en el Bronx

"Eran lobos nocturnos, cazadores clandestinos de muros y superficies". Estas líneas de El francotirador paciente, un thriller literario de Pérez Reverte que giraba en torno a un grafitero, transpiran lo subversivo que tenía, originariamente, el arte de quienes manejan el aerosol. Un empuje que posiblemente no haya muerto, sino que ha cambiado. El propio Banksy, aun siendo una súper estrella, parece tener muchas reivindicaciones por hacer desde su misteriosa guarida, y en Madrid, no hace tanto que pasó por comisaría Kirax, uno de los treneros (grafiteros de trenes) más buscados. Pero el paisaje era muy distinto en la época en la que nació el grafiti, a finales de los años sesenta y en comunidades afroamericanas marginales como Queens, el Bronx o Brooklyn, e incluso cuando en España la tendencia entró con fuerza en los años 80, a rastras del hip hop. Sus poéticas se imprimía en las paredes sin normas, con un sinfín de filosofías y códigos ocultos que perseguían conquistar espacio y visibilidad.

El aerosol entra en galerías y lo aplauden los vecinos

Hay síntomas de que los tiempos cambian para el arte callejero, al menos el de unas determinadas características. Para empezar, en los circuitos artísticos, si bien siempre ha suscitado interés -a ojos de Basquiat, Keith Haring o Warhol, por ejemplo-, hoy los popes, aunque puedan mostrarse algo reticentes ante un arte que se percibe como muy popular, parecen valorarlo más que nunca, exhibiéndolo en festivales, publicaciones o galerías como la Tate Modern, donde ha expuesto, por ejemplo, la artista urbana española Nuria Mora. Por otro lado, instituciones y marcas comerciales le hacen encargos a este colectivo que convierte las fachadas en lienzo. Sirva como muestra la madrileña estación de metro Paco de Lucía y el mural con el que Rosh 333 y Okuda la hicieron multicolor. Y lo más importante, los ciudadanos, los vecinos que al salir de casa se dan de bruces con las obras que visten sus portales, llevan tiempo simpatizando con muchas de ellas. Y así se ha abierto un nuevo canal de comunicación, basado en el dibujo, los trazos de colores y las palabras.
El arte urbano parece haber creado su propio público, distinto al de galerías y museos, y es mucho más numeroso.

Del grafiti al arte urbano

¿Será cuestión de madurez? Y si lo es, ¿son los artistas quienes han madurado, o ha madurado la sociedad? En definitiva, ¿es el arte urbano una nueva etapa del arte callejero, algo alejado del inicial grafiti? Parece que la respuesta es sí, aunque esta segunda etapa no sería excluyente respecto a la primera, el arte urbano aún coexiste con el grafiti. Estas obras y estos artistas que se dan la mano con lo institucional se han desprendido de muchas esencias que le eran propias al grafiti y al arte callejero en sus albores, para dotarse de otras características propias. Han abandonado en cierta medida el sentido experimental de aquel, su feísmo y su impulso como herramienta de cambio, y han dejado de practicarlo en los que eran sus emplazamientos más frecuentes, los barrios de renta baja.
Ahora, utilizan técnicas más sofisticadas–plantillas o stencils, bricolaje urbano o soportes publicitarios- y sus obras incluso constituyen un atractivo turístico en sí mismo.
Y si el grafiti original tenía sus detractores, no solo desde el otro lado ideológico de sus postulados sino también por su manera polémica de transformar las calles, el nuevo arte urbano tampoco está libre de desafíos y críticas, a menudo por ser menos subversivo (aunque probablemente sí tenga una intención constructiva), porque puede que se cree excesivo merchandising en torno a estos proyectos y, para algunos, porque puede incluso promover la gentrificación y hasta la especulación inmobiliaria.

El arte de poner de acuerdo

Y se mantiene además un debate ya originario en el principio de los tiempos: ¿cómo poner de acuerdo a artistas y vecinos sobre lo que debe figurar en los muros de sus barrios? Los artistas callejeros no siempre avisan de sus obras, pero, ¿se combaten con igual énfasis los paneles publiciatarios instalados sin consenso? ¿Existe algo parecido al derecho de vistas?
El grafiti que se realiza sin permisos sigue aún penalizándose como vandalismo, siguiendo un modelo que inauguró Rudolph Giuliani en Nueva York en los años 90.
En España, son los municipios los que prescriben las sanciones o faltas penales por grafiti, aunque la Ley de Seguridad Ciudadana, la apodada Ley Mordaza, dispuso una base para endurecerlas. En el caso de los grandes murales, entra además en juego la ley de propiedad intelectual. También se mantiene, como denominador común en grafiti y arte urbano, su naturaleza efímera, al estar ambos expuestos de lleno al sol, la lluvia, los tubos de escape, los balonazos, las latas de cerveza o el paso del tiempo, que, incluso aunque se sometan a técnicas de conservación, harán difícil a estas obras llegar al siglo XXII.