Hace tan solo un año y medio, jóvenes de toda España salían de las aulas cada viernes para recordarnos que había llegado ‘la Hora del planeta’. En un movimiento internacional, comenzado por Greta Thunberg, nos decían a los adultos que todos estábamos implicados, que de nuestras acciones individuales se derivan consecuencias globales, que habíamos llegado tarde pero no lo suficientemente tarde para poner soluciones, que las soluciones vendrían de las políticas públicas pero también de los cambios en nuestros modos de vida y patrones de consumo, que teníamos que pensar como comunidad, como especie humana, como planeta.

Y ese clamor se unía a otros gritos de libertad y justicia social. El movimiento feminista había conseguido que generaciones enteras, mujeres y hombres, se visualizaran con una misma voz. ‘Mee too’ se oía en las calles. Una ola transversal, intergeneracional, sin distinción de género o sexo. Era una conciencia viva y colectiva que partía de lo individual, de la necesidad de cambiar los patrones micromachistas que aún muchos y muchas tenemos arraigados en el subconsciente, pero que apelaba también a lo social y a lo institucional. Era una llamada a pensar, también, como comunidad.

Dos clamores que eran conducidos y liderados por los más jóvenes, por las nuevas generaciones. Un orgullo se apoderaba de nosotros. Veíamos en ellas y ellos la esperanza de una generación que comenzaba a desprenderse el aroma individualista egocéntrico de generaciones pasadas, que estaba dejando atrás el eterno debate entre lo individual y lo colectivo y que nos enseñaba que no hay transformación colectiva que no comience en una acción individual.

Habíamos llegado, por la fuerza de los hechos, a un fundamento liberal: la libertad conlleva responsabilidad. No hay liberalismo sin asunción de la responsabilidad de las propias acciones. Hacer al ser humano el centro de la libertad y la medida del mundo, significa que la dignificación del otro pone límites a mis libertades, porque la libertad no comienza en uno mismo, comienza en el profundo respeto a cada uno de los seres, a los otros, a la alteridad. Lo sabemos muy bien los sociólogos. Comenzamos a ser personas, a definirnos como ‘yoes’ a partir de la alteridad: viendo a nuestra madre o a nuestro padre comenzamos a definirnos a nosotros mismos. Las fuentes del yo, paradójicamente se encuentran en el otro. Aprendemos a ser individuos con los demás.

En sociología diríamos que lo importante, el eje de la libertad, no se encuentra en la acción, sino en la interacción. La libertad no se define en abstracto, en los anacoretas del desierto, en la cueva platónica... La libertad se define en concreto en un contexto definido, en una sociedad determinada, en la polis aristotélica. Tanto es así que todos aquellos valores, fines y objetivos que queremos perseguir y conseguir, todo aquello que nos es valioso y a lo cual apelamos a nuestra libertad para conseguirlo, tiene una base y una definición social. La libertad se encuentra en el encuentro con el otro, en la interacción, en la generación de oportunidades. La libertad entendida como oportunidad. Sin oportunidad no hay libertad. Sin abrir espacios de oportunidad, no hay capacidad de elección y, por tanto, de ejercicio de la libertad. La libertad o se ejerce o no se ejerce.

Todos estos elementos profundamente teóricos estaban incluidos en las grandes marchas que vivimos en 2019. El mundo parecía evolucionar y el debate político y teórico parecía dar un giro de 180 grados. Había esperanza. Podíamos teorizar sobre un nuevo marco de libertad que incluyera la asunción de nuestras acciones e interacciones sobre el medio, sobre la sociedad, sobre el planeta y sobre el otro. Podíamos conjugar sin disonancias la acción individual con el compromiso colectivo en base a la responsabilidad. Estábamos aprendiendo a ser ciudadanos y ciudadanas. El rol más olvidado como individuos.

Vivimos en un mundo complejo, es cierto. Pero también lo es que nosotros somo igualmente complejos. La pregunta de quienes somos cada uno de nosotros en nuestra individualidad, en nuestra identidad es, ya de por sí altamente compleja. Variamos en el tiempo (¿somos los que éramos hace diez años?) y variamos en el propio espacio. Los sociólogos hablamos de roles. Interpetamos roles que incluyen expectativas sociales. La estructura social se ‘incrusta’ en la acción e interacción mediante el rol. Tenemos múltiples roles que nos definen múltiples identidades. Con sus contradicciones y sus disonancias. Somos madres y padres, hijos e hijas, trabajadores, trabajadoras y profesionales, amigos, amigas, seguimos a grupos musicales, equipos deportivos con los que nos identificamos… De todos los roles económicos, sociales, culturales y políticos el que ejercemos menos, con diferencia, es el de ciudadano, el de ciudadana.

Se da una paradoja. Seguramente creemos profundamente que no tenemos la clase política que nos merecemos. Aquí podríamos incluir a todo el arco parlamentario. Pero no podemos negar que en una democracia, los ciudadanos tienen los políticos que se merecen. Es cierto que hay importantes barreras que hacen que, pese a vivir en una democracia plena, aún quede mucho camino para conseguir una democracia auténtica. Pero el primer paso es ser conscientes de nuestro poder de ciudadanía. Si no lo somos, sucumbimos ante la partitocracia, los lobbies y los grupos de interés.

A finales de 2019 quedaba una esperanza. Los jóvenes nos pedían paso. Nos recordaban la importancia de ser ciudadanos y de ser ciudadanas. Lo habían hecho en 2011 sí, pero esta vez parecía tener un carácter transversal, auténticamente global. Surgía desde la base, sin apriorismos ideológicos. Con la idea fuerza de que el yo construye el nosotros, que el hoy construye el mañana.

Llegó la pandemia. Y llegaron los debates. ¿Cómo saldríamos de ésta? ¿Más fuertes? ¿Aprenderíamos algo? ¿Nos serviría para tener mayor conciencia colectiva? Las preguntas se agolpaban sobre las mesas de debate, las ágoras de análisis y los platós de las tertulias. Había una cierto rayo de esperanza. 2020 supuso un año de reflexión importante. Nos hacíamos muchas preguntas y necesitábamos muchas respuestas.

El poder de la pregunta. Tengo la profunda convicción sobre el poder de la pregunta. Deberíamos impulsarlo más. El conocimiento es el arte de hacer preguntas, no de elaborar respuestas. El espíritu crítico es la capacidad de realizar buenas preguntas, no de contestar mejor. El avance científico se produce cuando nos hacemos nuevas preguntas, no cuando damos respuestas diferentes a la misma cuestión. Cambia la respuesta y cambiarás algo; cambia la pregunta, y cambiarás el mundo. En 2020 nos habíamos llegado a plantear nuevas preguntas: cómo habíamos llegado hasta aquí, cómo desde nuestras acciones individuales habíamos desatado un efecto devastador. En China no voló una mariposa, voló un dragón.

La cuestión era ¿la reflexión de 2020 había conseguido derivar en un punto de inflexión? ¿los movimientos y reflexiones de 2019 habían conseguido calar en la sociedad, ser palanca de transformación de pensamiento y acción, de filtrarse en nuestra clase política y en sus decisiones?

Lamentablemente 2021 es la constatación de los límites del optimismo, de nuestro carácter efímero de análisis, de la incapacidad que tenemos de enfocarnos en el largo plazo sacrificando el cortoplacismo, de la dificultad de renunciar a mi libertad para aumentar los marcos de libertad de todos, de comenzar a pensar en el yo a partir del otro.

¿Cómo ha llegado el Estado de alarma al Tribunal Constitucional? me preguntaba la misma semana de la sentencia. Lo que me provocaba espanto no es tanto el propio contenido de la sentencia. Se puede diferir, de hecho cinco magistrados lo han hecho, se puede criticar la tardanza, e incluso el estado de incertidumbre social y de inseguridad jurídica a la que nos aboca. Pienso que ese no es el tema fundamental.

¿En qué país ha llegado un instrumento jurídico, que sirvió para proteger la vida de todos en un momento de máxima incertidumbre y máxima propagación del virus, a ser puesto en duda, a ser contestado, y, en definitiva, a ser condenado? Aquí es donde hay que poner el foco. Y lo que nos ilumina es muy preocupante. Incluso en el peor escenario, en un escenario de sangría en las pérdidas humanas de la patria que muchos dicen defender, nuestras élites han sido incapaces de construir consensos claros. Aunque fuera consensos críticos, consensos pragmáticos.

En lo peor de la crisis, nuestra clase política dejó de pensar como comunidad, para pensar como partido.

Sin esto no podemos entender otra derivada. La del 4 de mayo. Unas elecciones que se justificaron en la mariposa murciana pero que tuvieron el foco puesto en la libertad entendida como todo lo contrario de las restricciones que ‘imponía arbitrariamente’ el gobierno de la Nación. Ese era el marco en donde se jugaron los comicios madrileños.

La vuelta al debate de la libertad. Pero en esta ocasión, la profundidad teórica que nos habían enseñados los jóvenes del ‘Mee Too’ y de ‘La Hora del Planeta’, dio lugar a un debate sobre la libertad centrada de nuevo en el yo. Surgieron nuevas y originales propuestas en la definición intelectual: la libertad del botellín, de no encontrarme a mi ex… Asistíamos perplejos a una vuelta a las fuentes del ego y del egocentrismo como definición de la libertad. Las consecuencias quedaban por debajo de la libertad individual. El fin noble y ‘buenista’ no podía justificar los medios de restringir libertades. Tú eres lo más importante, y nada ni nadie te tiene que decir que hacer con tu vida, le dijo Ayuso a los madrileños.

Este marco arrasó. Tiene una explicación sociológica: es muy difícil individualizar la responsabilidad cuando las consecuencias son la suma de miles de acciones. Nadie se siente responsable. Este desgaje entre libertad y responsabilidad, mortal para el liberalismo, y que explica su incapacidad para explicar la acción colectiva, no solo suponía un paso atrás en todo aquello que habíamos sentenciado en 2019, sino que estableció un marco ganador que se acentuaba a medida que la salida a la crisis del coronavirus no era todo la rápida que hubiéramos deseado.

Cansancio y hartazgo se habían unido ante una sociedad que evidenciaba como la falta de resiliencia iba mermando muchas actitudes ejemplares de las manifestaciones de 2019 y que resistieron mal que bien las primeras oleadas de 2020.

Y aquí viene la tercera derivada. La de los jóvenes. Me pregunto si son los mismos jóvenes que salían a dar lecciones de vida en 2019, a recordarnos a los adultos en qué habíamos fallado, a decirnos que no, que ellos y ellas no iban a errar y que estaban dispuestos a ejercitar su papel de ciudadanía en los dos sentidos: exigiendo e implicándose en lo político y cambiando estilos de vida y pautas de consumo. Lo habían dicho con voz alta y clara.

Pero hubo otro grito en el que pusieron énfasis: no nos tratéis como a niños, no nos infantilicéis, tratadnos como personas adultas, contad con nosotros, oíd nuestra voz. Fue un impresionante ejemplo de maduración en lo personal y en lo ciudadano. Nos exigieron pensar el mundo de manera diferente: solo una comunidad, solo una sociedad, solo un mundo. Todos y todas estamos en esto. Nuestras acciones tienen consecuencias y las debemos asumir.

Año y medio después nos encontramos en la quinta ola. Los números de contagios entre la gente joven sube y sube, vemos botellones, actos imprudentes, masificaciones y todo ello pese a que las autoridades sanitarias advierten diariamente de la gravedad de la situación. Vaya por delante que ahí, en esas imágenes, ni están todos los jóvenes, ni todos los que están son jóvenes. Además, no hay que olvidar que los datos de infección apuntan a una generación que no se ha vacunado, y, por tanto, no solo la irresponsabilidad explica la tasa de infección entre las capas más jóvenes.

Pero no es ahí donde quiero centrar el tiro. El problema está en los marcos narrativos que utilizamos. Por una parte lo justificamos diciendo que las consecuencias son menores, que ya no hay gente que muere, que hay demasiado alarmismo. Y por otra, que son jóvenes, que tienen todo el derecho a divertirse y que todos hemos tenido esa edad. Cierto. Tan cierto como que estamos infantilizando de nuevo a nuestra juventud. Algunos les viene muy bien. Tras la infantilización viene la victimización, y tras ella se esconde todo aquello en contra de lo cual esa misma generación había luchado un año y medio ante: trátenme como adulto, asumo las responsabilidad, soy capaz de sacrificar un poco de mi libertad por el bien común.

Estamos en un momento crítico sanitariamente, pero también teóricamente. Sanitariamente sabemos perfectamente que esto no ha acabado, que aún hay riesgos, que las ucis y los hospitales comienzan a estar saturados. Que no muera nadie no es una justificación. Exigir que todo el personal sanitario esté disponible en agosto porque somos incapaces de restringir un poco de nuestra libertad es la mayor declaración de egocentrismo y egoísmo que he oído en muchos años. No. Los toques de queda afecta a unas horas determinadas en los que las medidas de seguridad personales se relajan y se incumplen. No estamos ante un ataque a nuestras libertades individuales. Estamos ante una petición a ejercer como ciudadanos y ciudadanas. Al mismo compromiso que esa misma generación nos demandaba a todos.

Además no hay que olvidar una lección que hace tiempo que tendríamos que haber aprendido. Cuanto más circula el virus, mayor probabilidad de que surjan nuevas variantes y cepas. Algunas incluso resistentes a las actuales vacunas. ¿Es casualidad que surgieran variantes precisamente en aquellos países con mayor circulación del virus como Brasil, Reino Unido o India? No es catastrofismo, es una realidad que solo mentes infantilizadas son incapaces de asumir para no asumir su propia responsabilidad y restringir un poquito sus libertades en beneficio común.

Pero queda otra enseñanza que me parece fundamental. Las nuevas variantes pueden ser, o no, resistentes a la cepa. Lo que seguramente serán son más transmisible. Y, lamentablemente el virus no tiene fronteras. El mundo no está vacunado. Hay múltiples razones y es una vergüenza nuevamente para todos. Hemos atacado al virus desde un nacionalismo sanitario. De nuevo, nuestra incapacidad de pensar en ‘Un solo mundo’. Pero los jóvenes sí que lo piensan. Nos lo recordaron hace un año y medio. Y son los mismos jóvenes que hace dieciocho meses.

¿Sigue siendo la hora del planeta? ¿Todo ello me interpela, me afecta, Mee too? Si lo sigue siendo, si me sigue afectando, asumamos nuestra responsabilidad, nuestra pequeña parte de responsabilidad, asumamos que debemos pensar como comunidad y como planeta, asumamos que mi libertad comienza en la libertad del otro, asumamos que nuestras acciones provocan consecuencias. Es lo que decía una juventud madura a una clase política que les quería tratar, que nos quería trata a todos como niños.

Dejemos de infantilizar a la juventud. Volvamos a tratar a nuestros jóvenes como los adultos que son, y que nos reclamaban serlo.