Es extraño que un político pida disculpas por los errores cometidos o reconozca su propia ignorancia en un asunto. El martes Ana Oramas hizo ambas cosas en la tribuna del Congreso de los Diputados. El 25 de agosto su partido político había votado a favor de la ley del «solo sí es sí». La diputada canaria aprovechó el debate sobre la reforma de la ley para pedir perdón «no solo a mujeres, sino a miles de niños y menores que son las víctimas más vulnerables». Oramas ha tenido un gesto sincero con las víctimas de agresiones sexuales y valiente con sus votantes. Otros políticos podrían tomar nota.

Sin embargo, no se quedó ahí: reconoció que su grupo y ella carecían del conocimiento suficiente para medir el impacto jurídico que iba a tener la ley, y añadió que el gobierno les había dado garantías de que las cosas estaban bien hechas. Más allá de las buenas intenciones, estas palabras son preocupantes.

En primer lugar, ¿cómo es posible que los diputados no tengan forma de prever las consecuencias de las normas que votan? La ley del «solo sí es sí» es una más de las 105 leyes que han aprobado las Cortes Generales esta legislatura, y no precisamente la más técnica ni la única que afecta a derechos fundamentales. Me preocupa que los diputados españoles no tengan un juicio formado sobre el impacto de una norma en el momento de votar. Me preocupa el hecho de que, posiblemente, nadie habría reparado en los efectos indeseados de la ley del «solo sí es sí» si las rebajas de condenas y excarcelaciones no hubieran aparecido en los medios de comunicación. Y me preocupan los afectados por los efectos indeseados de otras leyes, invisibles ante la opinión pública, cuyo perjuicio nunca será reconocido.

No es menos alarmante la afirmación de que el gobierno les había dado garantías de que las cosas se habían hecho bien. ¿No se supone que el Parlamento debe controlar la acción de gobierno? ¿No tienen los diputados mecanismos para verificar, contrastar o consultar con técnicos y expertos la información que reciben? ¿Deben tomar sus decisiones confiando en la palabra dada por el poder ejecutivo?

Desde luego, la responsabilidad no es de Oramas ni lo que ha ocurrido es algo que afecte solamente a su grupo. Se trata de un fallo estructural de nuestro sistema parlamentario. Al contrario de lo que se piensa, los diputados son gente ocupada, incapaces de estudiar en profundidad, por falta de tiempo, todas las iniciativas que pasan por sus manos. La mayoría ejerce su función parlamentaria al tiempo que ocupa un puesto en el organigrama de su formación política. Además, deben atender a actos y obligaciones de partido los fines de semana.

Pero el verdadero problema es que los diputados españoles carecen de personal técnico de apoyo, recursos y medios suficientes para hacer bien su trabajo. El presupuesto anual de una cámara legislativa sirve para cubrir los gastos operativos y el pago de salarios de los diputados, pero también para poder cubrir gastos de asesoramiento experto en temas específicos. El presupuesto anual del Congreso de los Diputados supera ligeramente los 110 millones de euros, pero está muy por debajo de las cámaras legislativas de las democracias más importantes del mundo. Estados Unidos, con solo 85 diputados más que el Congreso, destina 1.300 millones de dólares anuales a su Cámara de Representantes. El presupuesto de la Asamblea Nacional francesa es cinco veces superior al nuestro (582 millones de euros anuales). Alemania asigna 790 millones de euros al Bundestag; y Reino Unido, 1.500 millones de libras esterlinas a la Cámara de los Comunes.

En el Parlamento Europeo, cada eurodiputado cuenta con un equipo de tres o cuatro personas. Así, los eurodiputados pueden contratar en su oficina tanto a personas que les presten soporte administrativo, como asesores técnicos y expertos que les faciliten la comprensión de los temas que están tramitando. Además, los grupos políticos y las comisiones parlamentarias tienen sus propios asesores políticos que apoyan a los eurodiputados en su día a día. En el Congreso, los partidos tienen de una sola persona de apoyo cada seis o siete diputados. Tienen que decidir entre todos si quieren un jefe de prensa, un asistente administrativo o un asesor técnico. La realidad es que nuestros diputados están solos, muy solos, a la hora de hacer su trabajo. Aunque fueran brillantes (algunos los son), es imposible que puedan saber y entender de todo. Necesitan rodearse de equipos especializados.

Vivimos tiempos convulsos. Nos cuesta asimilar los cambios porque todo va demasiado rápido. No hemos terminado de aprender a usar el Excel y ya tenemos el ChatGPT llamando a la puerta. El futuro va a exigir una respuesta eficaz a los retos que vayan apareciendo en nuestro camino. En ese contexto, la tentación siempre será fortalecer el poder ejecutivo, dotarle de más autonomía y agilidad, minando las competencias de las cámaras legislativas. La democracia tiene unos procesos inevitables e incómodos que retrasan la adopción de medidas urgentes, pero son necesarios. Hay que decidir si queremos que las Cortes Generales españolas sean un contrapeso o una alfombra roja por la que desfilen las iniciativas del gobierno de turno.

Si queremos fortalecer nuestra democracia tenemos que dotar a nuestros diputados de recursos que les permitan hacer su trabajo con rigurosidad y excelencia técnica, sin depender del gobierno al que tienen que fiscalizar. Con ese objetivo nacieron las primeras cortes en León, hace casi mil años. Si nuestro Parlamento deja de vigilar al poder ejecutivo mediante un control implacable, leal con el ciudadano y sobre todo informado, desaparecerá o se convertirá en una bonita pieza de museo.