Para la derecha democrática española, las políticas de memoria que vienen impulsando los gobiernos de izquierdas desde la primera década de este siglo tienen muchos nombres pero ninguno de ellos es justicia. Sus nombres son desquite, revancha, temeridad, imprudencia, irresponsabilidad, venganza; nunca verdad, nunca reparación, nunca justicia, a pesar de que las estrategias de recuperación de la memoria impulsadas por gobiernos democráticos en todo el mundo de países con un pasado sangriento están inspiradas justamente en las ideas de verdad, reparación y justicia.

En Vox, la mera mención del sintagma ‘memoria democrática’ despierta una furia incontenible que suele encontrar cauces impunes de expresión en las cada día más sospechosas redes sociales. En el PP, despiertan incomodidad en los más razonables, desdén en los mesurados, animosidad y resentimiento en los hiperventilados. 

El palo de la bandera

Pero es que, además, entre muchos observadores y analistas de buena fe y perfil más bien conservador también cunde la interpretación de que la llamada memoria histórica o memoria democrática es una engañifa partidista que oculta deliberadamente los crímenes cometidos por el bando republicano; parecen creer que una ley de memoria es algo así como un manual de historia y que enterrar dignamente a los muertos mal enterrados y peor asesinados es ofender y olvidar a los muertos bien enterrados pero mal asesinados del bando franquista. Y aunque no sea así, el hecho mismo de que tanta gente lo crea es síntoma de que los gobiernos nacionales, autonómicos y locales de izquierdas y el propio movimiento memorialista han hecho algunas cosas mal. 

¿Algunas, cuáles? No sopesar debidamente los sentimientos de la mitad conservadora del país, estar más pendientes de golpear en la cabeza del PP con el mástil de la bandera republicana que de explicar a este partido que, como declara el preámbulo de la nueva Ley de Memoria Democrática y ampara y legitima la propia ONU, es de toda justicia llenar el injurioso vacío impuesto por el régimen franquista a las víctimas republicanas mediante lo que fue “una poderosa política de memoria que [las] excluía, criminalizaba, estigmatizaba e invisibilizaba radicalmente”.

Afrenta, agravio, fastidio

La reacción displicente del líder del PP Alberto Núñez Feijóo o el silencio calculadamente astuto pero estruendoso del presidente andaluz Juan Manuel Moreno Bonilla tras la exhumación de los restos del espadón africanista Gonzalo Queipo de Llano –un tipo que en cualquier tribunal de Nuremberg habría acabado en la horca– indican que para la derecha democrática la memoria histórica es un ataque, una afrenta, un agravio, en el mejor de los casos un fastidio. Exhumar a Queipo no es atacar al PP, pero este partido entiende lo contrario. 

Y no vale el argumento de que su reacción obedece al temor a perder apoyos en favor de Vox, pues cuando Rajoy se vanagloriaba de no dedicar ni un euro a la memoria, el partido ultra ni existía ni se le esperaba. Las emociones que las políticas de memoria remueven en el corazón de la derecha española obedecen a resortes profundamente arraigados en una cultura política de matriz autoritaria. La divisa de Génova parece ser ‘No pongas tus sucias manos sobre el franquismo’; de hecho, entre nosotros, la conversación pública sobre la memoria histórica tiene no todos pero sí muchos rasgos de una guerra civil de baja intensidad.

Los motivos del lobo

Lo verbalicen o no, en el PP opinan que Mola, Sanjurjo y Franco creían tener sobrados motivos para dar el golpe de Estado que dieron en 1936 y que el partido de Feijóo jamás llamará golpe de Estado. Y seguramente tenían tales motivos, pero no menos de los que cree tener Putin para invadir Ucrania, de los que creyó tener Tejero para su intentona golpista del 23-F o de los que creía tener ETA para sus asesinatos primero durante la dictadura y después durante los 34 años transcurridos entre las primeras elecciones libres de 1977 y la disolución de la banda en 2011.

La doctrina de Génova, la de ahora y la de hace veinte años, es que la insistencia de las izquierdas en la memoria histórica divide al país, reabre heridas, quebranta la concordia y desacredita los fundamentos mismos de la Transición, aunque, ciertamente, este último reproche no sea injusto del todo si va dirigido a determinadas corrientes y políticos estacionados a la izquierda del Partido Socialista o echados al monte del soberanismo unilateralista.

Ni el PP, ni una parte de Podemos, ni todo el independentismo quieren entender que la Transición fue nuestra III República con otro nombre. Su configuración institucional y sus fundamentos políticos, que Azaña no habría desdeñado, se parecen mucho más al régimen democrático nacido el 14 de abril de 1931 que a cualquiera de los periodos de la historia de España gobernados por reyes, reinas, regentes o dictadores. Juan Carlos I o Felipe VI se parecen mucho más al presidente de las repúblicas de Italia o Alemania que a sus antepasados Alfonso XIII, Isabel II o Carlos IV; a Fernando VII, que seguro que también 'tuvo sus motivos para hacer lo que hizo', mejor ni lo mencionamos.