Decididamente, Pedro Sánchez es un tipo con suerte: ¡menos mal que la invasión de Ucrania ha pillado al Gobierno con Pablo Iglesias fuera de él!

Unidas Podemos gana simpatías electorales entre los votantes de la izquierda no cuando Pablo Iglesias o Ione Belarra cargan contra la monarquía como fuente de todos nuestros males o defienden una estrategia de apaciguamiento ante la invasión rusa de Ucrania, sino cuando líderes como la vicepresidenta del Gobierno Yolanda Díaz operan, primero, como ministros leales a su Gobierno y, segundo, como socialdemócratas clásicos –más o menos avanzados y aun radicales: pero clásicos– poniendo todas sus energías en asuntos insuficientemente atendidos por el Partido Socialista, como recuperar la negociación colectiva sin la cual los trabajadores están inermes, subir el salario mínimo, idear fórmulas de acceso a la vivienda, proponer reformas fiscales progresivas o garantizar una renta de supervivencia.

Apóstatas, herejes y conversos

En cambio, la coalición roja y morada pierde apoyos cuando se deja arrastrar hacia posiciones ideológicas hoy cubiertas por el polvo de la historia pero todavía latentes en el imaginario de un comunismo que desde hace tiempo, y cuando no se disfraza de otra cosa, es más emocional que propiamente programático.

La mayoría de los comunistas han dejado de serlo pero todavía no lo saben: no lo saben porque, salvo en los casos más bien excepcionales de conversión brusca, la gente suele perder la fe poco a poco, callada, imperceptible e irremediablemente. Antes que cualquier otra cosa, el comunismo siempre fue una fe, y no hay creyente –comunista, budista o católico– medianamente sagaz que no haya dudado alguna vez de su fe, pero se necesita bastante coraje primero para admitirlo y luego para obrar en consecuencia.

Unidas Podemos solo podrá ampliar su diámetro electoral si opera como partido socialdemócrata, no si exhibe sus resabios prosoviéticos y saca a pasear sus prejuicios antiatlantistas organizando manifestaciones para rechazar al mismo tiempo –y poniendo en el mismo plano de igualdad– la invasión rusa de Ucrania y ¡la OTAN!, que, por cierto, menos mal que está ahí, pues de no estarlo nada detendría al sátrapa de la estepa.

Más del 13 pero menos del 21

En la actual Unidas Podemos Yolanda Díaz encarna la primera opción e Ione Belarra la segunda. Con Díaz, UP puede aspirar a un resultado electoral más ambicioso que el actual; con Belarra solo puede aspirar a quedarse como está, dos puntos por debajo del ya modesto 13 por ciento que logró en noviembre de 2019.

Si su proyecto de resetear Unidas Podemos sale adelante, Díaz podría soñar con la hazaña de aproximarse al 21 por ciento que los morados lograron en 2016, pero no más. Salvo que se deje deslumbrar por la codicia electoral que cegó a Pablo Iglesias pretendiendo el 'sorpasso' al PSOE, Díaz tiene margen de mejora: tener más puntuación que Pedro Sánchez en las encuestas es una cosa; adelantar al PSOE, otra muy distinta.

El desafío de Yolanda Díaz es convencer a sus compañeros de que lo que puede hacerles sumar votos es una reforma laboral, una ley de vivienda, un salario mínimo o un ingreso vital, no blanquear a Bildu, coquetear con el cantonalismo o rechazar el envío de armas a los civiles ucranianos asediados por los ejércitos de Putin.

Pero para hacer todo eso Yolanda Díaz necesita un partido. A las izquierdas excomunistas o neocomunistas, que en el pasado sacralizaron no el partido sino El Partido, ya no les gusta la palabra partido, prefieren hablar de proyectos, plataformas, confluencias… No quieren entender que a los partidos les sucede como a los libros o las cucharas: que son la herramienta idónea para el propósito para el que fueron creados. Un libro sirve para leer, una cuchara para comer y un partido para alcanzar el poder.

Territorio comanche

Las cautelas mostradas esta semana por Yolanda Díaz en su primera visita institucional esta semana a Andalucía cuando los periodistas le pedían concretar su proyecto o asignar a éste un calendario evidencian que la vicepresidenta es consciente de que el camino que tiene por delante está plagado de asechanzas.

Tras reunirse con sus portavoces, Díaz debió constatar con desazón que las izquierdas andaluzas no socialistas son hoy un territorio comanche donde cada indio hace la guerra por su cuenta. Reunirlos bajo un mismo estandarte parece misión imposible, pese a que todos ellos sean conscientes de que solo uniendo fuerzas podrán complementar las de Partido Socialista para desalojar a la derecha y frenar en seco a la extrema derecha.

Las discrepancias entre Díaz y Belarra y sus perfiles políticos tan contrapuestos –realista, institucional, conciliador y reformista el uno; quimérico, partidista, doctrinal y radical el otro– presagian los muchos obstáculos que hallará la vicepresidenta en su camino hacia esa tierra prometida que pretende ser su proyecto de actualización de Unidas Podemos.

Le será imposible construir nada nuevo sin aprovechar la arboladura de Izquierda Unida y Podemos, y en ambas fuerzas hay dirigentes de peso que no quieren ni oír hablar de ‘aggiornamento’, que para ellos equivale directamente a traición. A Díaz no le va a ser fácil atravesar el Mar Rojo sin ahogarse.