El sueño posibilista de un Govern de izquierdas liderado por ERC con el apoyo parlamentario del PSC y En Comú Podem se diluyó días antes de la jornada del 14 de febrero. Tal opción fue astutamente dinamitada por Carles Puigdemont en plena campaña electoral, cuando forzó a ERC a suscribir el compromiso solemne de no pactar con políticos que no estuvieran suficientemente dispuestos a darlo todo por la patria.

ERC sabe que la unilateralidad que –con una tenacidad mitad paranoica, mitad platónica– capitanea Puigdemont erosiona la convivencia, divide al país, tensiona las instituciones, catapulta a Vox, burla la ley… y además es imposible.

Nacida para chocar

Hace ya algún tiempo, Esquerra empezó muy tímidamente a bajarse del tren de la unilateralidad, pero no acaba de hacerlo del todo y tal vez nunca lo haga: aún mantiene un pie en el estribo de esa locomotora nacida para chocar y cuyo maquinista, pese a haber sido superado ligeramente en votos y escaños por ERC, sigue siendo el hombre de Waterloo.

El expresident quiere acelerar la independencia y no le faltan buenas razones para ello, pues las urnas no han desautorizado, sino más bien todo lo contrario, sus prisas.

Aunque el independentismo más voluntarioso pretende bautizar esta legislatura como ‘la del 52 por ciento’, en alusión a un porcentaje de votos al que no fue ajena la menguadísima participación, las elecciones del 14 de febrero se han limitado a confirmar un doble equilibrio que propicia a su vez un doble bloqueo: Junts y ERC empatan por un lado e ‘indepes’ y no ‘indepes’ empatan por otro.

Un éxito sobrecogedor

Cataluña está política, emocional y electoralmente partida por la mitad. Y seguirá estándolo por mucho tiempo. Quizá por eso tantas crónicas políticas catalanas y no catalanas están teñidas de pesadumbre.

Un declive electoral de Puigdemont el 14-F habría abierto la vía posibilista, cegada desde hace un lustro por el unilateralismo, pero no ha sido así. Cataluña ha conquistado la ingobernabilidad democrática con armas incuestionablemente democráticas.

Las claves de los últimos movimientos parlamentarios que certifican la existencia de una Cataluña varada las ha expuesto muy bien Jordi Mercader en los civilizados análisis con un punto de melancolía que viene publicando en este periódico.

El éxito más importante y sobrecogedor del independentismo es haber hecho impracticable, al menos por unos cuantos años, el entendimiento entre las dos Cataluñas, por una parte, y entre la Cataluña secesionista y el resto de España, por otra.

Ojos que no ven, oídos que no oyen

Y, por si la cuota de oídos sordos no fuera bastante, ahí están los resultados del 14-D para añadir uno más, el que evidencian ERC y Junts, debido principalmente a la falta de deportividad de la derecha independentista –en esto muy parecida a la derecha españolista–, cuyo mal perder amenaza con convertir esta legislatura en un infierno.

El hecho de que la Generalitat haya invisibilizado institucionalmente a la Cataluña contraria a la independencia alimenta entre los ciudadanos independentistas de buena voluntad la ilusión de que de que esa Cataluña –inmensa minoría– no existe, no cuenta y, por supuesto, no sufre. O no es todavía verdaderamente Cataluña, pero acabará siéndolo, bien sea de buen grado, bien porque no le quede más remedio. 

Movimiento local incardinado en la corriente global que antepone la identidad a la fraternidad, el ‘procés’ ha retrotraído el debate político español a sus antiguas querencias metafísicas –que si qué es España, que si qué es Cataluña, que si me duele una, que si cuánto me aflige la otra– que tanto juego dieron a los intelectuales en el pasado, pero que siempre empantanaron la conversación pública.

Y es que, para un debate público que no conduzca directamente a la melancolía, no hay peor cosa que intentar dar respuesta a preguntas funestas: funestas unas veces por estar mal hechas y funestas otras por ser preguntas platónicas, que en política es el peor tipo de preguntas que cabe hacerse. Cataluña necesita menos Platón y más Aristóteles.