La Declaración de Barcelona, aprobada por el PSOE y el PSC, es algo así como una versión coyuntural de la Declaración de Granada para hacer frente políticamente al inminente desenlace de la hoja de ruta independentista. Más bien una toma de posición para el día siguiente al encontronazo institucional casi inevitable, forjado en los últimos siete años, tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto refrendado por los catalanes.

Aquella ruptura del pacto constitucional, reconocida tal cuál en la declaración de los socialistas, está en el origen de todos los males y aunque el documento atribuye toda la responsabilidad a la obsesión del PP por frenar aquel estatuto, la opinión pública catalana registró también en su momento la responsabilidad del PSOE (aplaudida por una parte del PSC) en el recorte del texto aprobado por el Parlament. A partir de esta experiencia, siempre ilustrada con el cepillo de Alfonso Guerra y la promesa incumplida de José Luis Rodríguez Zapatero sobre respetar la decisión del Parlament, la credibilidad de los socialistas en materia de nuevas promesas para Cataluña está bajo mínimos.

Los esfuerzos de la familia socialista para superar este hándicap topan, además, con sus dificultades internas para ponerse de acuerdo en el concepto de la nación de naciones, la plurinacionalidad de España y el reconocimiento de Cataluña como nación-sujeto político, asociado al derecho a decidir. Desde el año 2010, el concepto de decidir ha alcanzado un gran consenso parlamentario y social; según la mayoría de sondeos entorno al 80% de los catalanes quiere votar, seguramente para seguir formando parte de España, pero a partir de la expresión de su voluntad.

Para enfrentar este estado de opinión mayoritariamente soberanista, aunque no independentista, y para combatir el inmovilismo del PP y la deriva unilateral de los secesionistas, la Declaración de Barcelona propone “una reforma federal que permita unir un profundo autogobierno de las entidades territoriales con la unidad de España y el mejor reconocimiento de la  realidad plurinacional de nuestro país, sin afectar la soberanía del pueblo español ni la igualdad de derechos de todos los ciudadanos”. A ningún dirigente socialista del PSOE y del PSC le va a sorprender que este anunciado no vaya a desatar el entusiasmo popular, la reacción estará de acorde a sus últimos resultados electorales y a las perspectivas de los sondeos. 

La vinculación de este moderado propósito nacional con la inminente creación en el Congreso de una subcomisión para la reforma de la Constitución mejora algo las expectativas, en comparación a la actitud del gobierno de Mariano Rajoy. “Cumpliendo la ley no se resuelve el problema”, afirmó Miquel Iceta durante la presentación de la declaración conjunta PSOE-PSC, abriendo las puertas a la reforma política de la carta magna y ofreciendo una vía alternativa a la desobediencia.

El documento socialista pretende evitar el choque, desbloquear la relación entre la Generalitat y el gobierno central y apuntar un horizonte de esperanza. Por eso, además de insistir en la reforma federal como solución final, señala diversas propuestas inmediatas, tendentes algunas de ellas a recuperar algunos aspectos del Estatuto suspendidos por el Tribunal Constitucional. Esta línea de actuación ya fue sugerida en 2010 por los presidentes Zapatero y Montilla, a los pocos días de la sentencia, justamente para driblar los efectos de la misma.

Ni uno ni otro tuvieron ocasión de realizar este plan. Se trataba y se trata de modificar algunas leyes orgánicas para dar cabida a los artículos declarados anti constitucionales, como la ley Orgánica del Poder Judicial para permitir el desarrollo del Consell de Justicia de Cataluña y convertirlo en una instancia desconcentrada del Consejo General del Poder Judicial, o la ley Reguladora de las Bases del Régimen Local y la ley de Haciendas Locales y ahora, además, derogar la ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, aprobada por el PP, posteriormente.

Los socialistas se mantienen en esta línea, complementada con la aprobación de un nuevo sistema de financiación autonómica, el aumento de la inversión del Estado en infraestructuras, o sea el cumplimiento de la adicional tercera del Estatuto (un porcentaje de inversión correspondiente a la participación de Cataluña en el PIB) y diferentes iniciativas de reconocimiento de la lengua, la cultura y los símbolos de Cataluña.

La Declaración de Barcelona en su conjunto seguramente representa un gran esfuerzo para el PSOE, pero es poco para el PSC y está algo alejada del núcleo del conflicto. Actualmente, el planteamiento del contencioso no gira entorno al reconocimiento nacional de Cataluña sino en la búsqueda de una fórmula para ejercer la condición de sujeto político, de nación, sin romper España. Este es el problema a resolver; claro que hay quien ya ha desconectado de España, pero este sector hace ya tiempo que no lee las propuestas socialistas ni de nadie que no esté por la independencia.

La declaración recién aprobada confirma que el PSOE y el PSC están atrapados en la contundencia de los artículos 1 y 2 de la Constitución y en el paradigma de la unidad ancestral y constitucional de España. El reconocimiento formalista de la plurinacionalidad, última aportación de Pedro Sánchez para empatar al menos en la terminología con Podemos, resulta insuficiente para combatir esta devoción unitarista si no va acompañado del respeto a las exigencias del concepto federal de la Unión. Se unen las unidades diferentes y estas deben expresar su voluntad para unirse. Esto es unionismo; lo contrario es la unicidad, el unitarismo. Nadie mejor que un poeta para definir la federación: unión y libertad.

Xavier Arbós, catedrático de derecho constitucional, federalista indiscutible, hace tiempo que viene planteando la complejidad del conflicto y la exigencia de tomar algunos riesgos para superarlo, partiendo de la sobrevaloración del concepto de soberanía, un tesoro intocable para quien la tiene reconocida y un sueño prohibido para quien la reivindica. En su opinión, el procedimiento de la reforma constitucional, único método para renovar el pacto roto por el Tribunal Constitucional debería modificarse para dar protagonismo a la Generalitat y a todos los gobiernos autónomos, no solamente en la posibilidad ya existente de instar dicha reforma, sino en su reconocimiento como actores de la misma, junto a las Cortes.

Convertido en protagonista de la reforma, el gobierno catalán podría defender su propuesta de modelo territorial en el proceso, tras consultarlo democráticamente a los catalanes. El rechazo de una proposición del gobierno catalán avalada por una consulta popular sería de alto voltaje político y tendría sus consecuencias, sin embargo, resulta difícil de imaginar que el altísimo porcentaje de catalanes partidarios de votar algún tipo de propuesta vayan a renunciar tan fácilmente a su reivindicación. A pesar del probable fracaso de la hoja de ruta del gobierno Puigdemont.