Con el estreno de “Mr. Turner” y a punto de que llegue a las pantallas “Big Eyes”, biopic dirigido por Tim Burton sobre Margaret Keane, una pintora en la sombra cuyos cuadros los vendía después su marido Walter atribuyéndose él mismo su autoría, trazamos, a partir de ellas, una serie de apuntes sobre la figura del artista.

Aunque también fue pintor y arquitecto, a Giorgio Vasari se le ha considerado uno de los primeros historiadores del arte por su libro Vidas de los mejores pintores, arquitectos y escultores italianos que se publicó en 1550 pero que luego, casi veinte años después, conocería una segunda versión ampliada. Sea como fuere, ya sus páginas exudan ese efluvio que contribuye a enaltecer la figura del artista en una época como el Renacimiento en la que comienza a reivindicarse el papel del creador frente a la del artesano. Una figura que a partir del siglo XIX adquirirá tintes románticos y que la literatura se encargará de elevar, fijándose más en los aspectos conflictivos, incluso anecdóticos, quizá por ser inusuales dentro de la normalidad, que en el propio hecho artístico. Algo que después hará con creces el cine.

Pero más allá de la apariencia, de lo exótica que a veces pueda resultar la imagen del artista, muchas veces impregnada por su condición de maldito, de incomprendido, de excéntrico pero también de mujeriego o pendenciero, hay una realidad que normalmente queda relegada a un segundo plano y que es el acto creativo en si mismo, mucho más complejo de lo que habitualmente se cree. Y es aquí donde Mike Leigh y Tim Burton entran en juego. Ambos hablan sobre artistas reales introduciendo cuestiones también reales, pero desde dos perspectivas opuestas. Ya para empezar porque Joseph Mallord William Turner es uno de los grandes pintores de la historia y Margaret Keane ha sido un fenómeno popular por las condiciones en que creó su obra, además de por los ojos grandes de los niños que pintaba.

A Leigh no le interesa trazar la consabida biografía de artista. De hecho en su película no hay referencia a fechas concretas, aunque por los cuadros como por los hechos que narra podemos intuir las etapas del pintor. Como también el cineasta británico recurre a la estrategia de ir sugiriendo paulatinamente el paso del tiempo, porque el pintor y los que le rodean simplemente van envejeciendo, casi sin que el espectador se de cuenta. Porque uno de los intereses de Leigh es tratar de indagar a través de uno de los genios de la pintura todos esos aspectos que rodean a la figura del artista, tanto en su ámbito social como en su acto creativo.

Turner es coetáneo de Caspar David Friedrich, tanto, que el pintor alemán tan solo era un año mayor que el inglés. Pero a ellos y a los demás hombres de aquella época les unía ese espíritu del Romanticismo, que a su vez estaba influenciado por los relatos de viajes del S. XVIII, como era el gusto por ascender a campanarios y montañas, a esa comunión con la inmensidad de la naturaleza. Esos hombres a los que Jacques Aumont calificó en su libro El ojo interminable con el término de “viajeros de las cimas”.  De hecho, hay algunos planos de la película de Leigh, con Turner ante el paisaje, que traen reminiscencias de los cuadros de Friedrich. Pero más allá de eso el cineasta inglés subraya muchos otros aspectos, y no solo los referidos a su carácter hosco y esquivo, sino a su propia experimentación estética, el poner esa pincelada roja en un cuadro que representa una marina y que luego, con un pequeño toque, utilizando su propia uña y un trapo, integra en la composición. O esa furia que le lleva a concebir un cielo a base de dar brochazos anticipando no solo el Impresionismo sino también el arte abstracto.

Sin embargo, lo interesante en la figura de Margaret Keane reside más en su peripecia vital, una historia de engaño que duró más de una década, que en su propia obra en sí, ya que durante todo ese tiempo estuvo pintando, prácticamente en la clandestinidad, en su domicilio, mientras Walter Keane, su marido, y hombre poseedor de un gran sentido comercial, se hacía pasar por el autor de sus cuadros. Pero la popularidad que alcanzaron se debió al propio Walter, cuando tuvo la idea de reproducir las pinturas en tarjetas, además de donar algunas obras originales a destacadas personalidades como al propio presidente John F. Kennedy. Sin embargo, a diferencia de Leigh, Burton narra también los hechos de forma cronológica pero centrándose en la compleja relación matrimonial, en el sufrimiento de Margaret al ver como su marido saca rédito de su propia obra llevándose todos los honores, mas que en el hecho creativo en sí. Y ahí surge otra cuestión, si Margaret, de quien no se duda su amor por la pintura, era realmente una gran artista pues, a tenor de lo que nos muestra el film más bien le movía el placer mismo de pintar. De hecho son pocas las secuencias que muestran a Margaret pintando y ni tan siguiera el cineasta americano hace por aproximar el objetivo a su proceso creativo. Una obra que, si se examina más detenidamente y fuera del contexto de la película, su valor reside en realidad por algo tan anecdótico como pintar unos ojos grandes y por el hecho mismo de su reproducción masiva en postales, algo que se acrecentó cuando se destapó el engaño.

Y es quizá ahí precisamente donde poseen un ligero nexo en común esas dos biografías tan dispares, tan antagónicas, tanto como lo hay entre la copia y el original, pero ambas con la misma intención, llegar al público. Los Keane a través de la reproducción masiva de los cuadros, mientras Turner rechaza vender su obra a un magnate explicándole que la ha donado a la nación británica porque quiere ver sus cuadros «expuestos en los museos, al alcance de todos».