En El club de la lucha, Tyler Durden y sus seguidores insertaban fotogramas eróticos o pornográficos mientras empalmaban los rollos de celuloide de las películas de dibujos animados. El ojo del espectador infantil no era capaz de ver esas imágenes, pero quedaban en su cerebro de forma subliminal. El acto era considerado subversivo y antisistema.

 

En Cigarette Burns (titulado aquí El fin del mundo en 35mm), esa breve obra maestra en forma de episodio independiente que John Carpenter rodó para la primera temporada de la serie Masters of Horror, un exhibidor de películas de culto recibe el encargo de encontrar la única copia existente de Le Fin Absolute Du Mond (El fin absoluto del mundo), filme maldito que conduce a la locura a los espectadores que la ven por lo terrible de sus imágenes, algo que también nos recuerda a la novela The Ring, de Koji Suzuki, y a sus versiones cinematográficas.

 

A Serbian Film, una cinta de 2010 que provocó polémicas, censuras, denuncias y debates interminables (y que yo no he visto ni tengo ganas de ver), se convirtió en una película maldita real, al servir un conglomerado de imágenes ficticias pero espantosas que, al parecer, muchos detestaron.

 

En los últimos tiempos se han publicado relatos que versan en torno al poder del cine o en los que las películas forman una parte fundamental de la trama, como El libro de las ilusiones (Paul Auster), Zeroville (Steve Erickson), Experimental Film (Gemma Files), La Casa de Hojas (Mark Z. Danielewski) o Última sesión (Marisha Pessl). Pero la novela pionera en el tema quizá sea Parpadeo (Flicker), de Theodore Roszak, publicada el mismo año que The Ring.    

 

En De Caligari a Hitler, libro que sirve de referencia para Parpadeo (Pálido Fuego; traducción de José Luis Amores), Siegfried Kracauer elaboraba la teoría de cómo las películas expresionistas, previas al ascenso del nazismo, habían afectado psicológicamente a los alemanes. Todas estas ideas sobre la manipulación de imágenes, el montaje de películas, los fotogramas introducidos bajo cuerda para alterar la psique, los filmes malditos por su sobrecarga de escenas crudas o insoportables, la búsqueda de rollos perdidos en los almacenes de los grandes estudios o en los armarios de los coleccionistas extravagantes, conforman el caldo de cultivo de esta novela voluminosa, fascinante, adictiva, absorbente, que va calando en nuestra cabeza igual que esos fotogramas camuflados en el metraje, y que nos obliga a indagar en nuestra memoria cinéfila para revisar si es cierto aquello que cuentan los personajes o si sólo son detalles inventados que el autor va enlazando para embaucarnos (pero se trata del bendito engaño de la ficción).

 

Theodore Roszak (1933 – 2011) construyó una novela con hechuras de best-seller, en la más pura tradición de algunos grandes del género, pero escrita con una prosa poderosísima y una erudición que apabulla, un poco al estilo de El manuscrito de Dante, ese novelón para cultos que se marcó Nick Tosches hace años y que, me temo, en España pocos han leído.

 

En Parpadeo hay un narrador llamado Jonathan Gates que aprende los rudimentos del cine y del sexo (a menudo al mismo tiempo, es decir, en la cama) mientras trabaja en el Classic, una sala prácticamente ubicada en las catacumbas de Los Ángeles, donde sus responsables tratan de culturizar a los espectadores proyectando filmes de todo tipo, tanto las rarezas de culto como los clásicos europeos o los largometrajes de entretenimiento que los años y los críticos han reivindicado.

 

En ese marco descubren las obras del cineasta Max Castle, un maestro olvidado que desapareció antaño en el mar, y que parece un cruce entre Ed Wood y Orson Welles, o dicho de otro modo: alguien que lo sabe todo sobre el cine (como el segundo), pero que ha tenido que lidiar con presupuestos ínfimos y con películas rodadas a la carrera (como el primero). Gates empieza a obsesionarse con Castle, quien surtió de ideas a los directores clásicos, y se embarca en una búsqueda de su filmografía y de su identidad que le conduce a tratar con actrices envejecidas y aún rijosas, con directores y camarógrafos, con coleccionistas y con miembros de una secta religiosa… Es preferible que no desvelemos más, para que el lector vaya encontrándose con las innumerables sorpresas de este libro que, sobre todo, entusiasmará a los cinéfilos (En esos rollos de película hay imágenes, y algunos las adoramos de maneras que el dinero no puede medir, dice un personaje).

 

Parpadeo es una obra monumental, y una vez más no entendemos por qué ha tardado tanto en publicarse en España. Una novela que indaga en las zonas negras que hay entre los fotogramas, en ese hueco que hay entre los negativos y que, con el parpadeo, el ojo a menudo no detecta, o absorbe una fracción de segundo que se refugia en nuestro subconsciente y nos incomoda durante mucho tiempo. Para algunos de los tipos que pululan por el libro, en esas zonas habita lo maligno, dando lugar a una lucha entre el bien (la luz) y el mal (la oscuridad). Por eso las películas de Max Castle y los trozos que subsisten de sus filmes perdidos provocan el malestar crónico en Gates: porque entre sus imágenes mostradas perduran otras imágenes escondidas que afectan a la psique. Y eso es lo que hace, en definitiva, el cine, no sólo las obras maestras, sino también las películas consideradas basura: nos afecta, a veces nos incomoda, nos trastoca el ánimo, nos conmueve. ¿Quién no recuerda una o dos de esas obras cuyas escenas nos perturbaron en la infancia, películas que llevaremos siempre en la memoria o que ya no nos atrevemos a ver o que, en cambio, revisamos una y otra vez, obsesionados por desentrañar sus secretos? ¿Quieren algún ejemplo? El resplandor.