Una mujer dispara una flecha, con una cuerda como arrastre, sobre un tendido eléctrico, en medio de la nada de un paisaje que no parece disponer de límites. Tras culminar su acción, se evidencia que los tres músicos que interpretan la música que se escucha en la banda sonora se encuentran junto a ella. Aunque en un sentido figurado. Su comentario musical, cual coro griego, acompañará las vicisitudes de esa mujer durante el desarrollo narrativo. Tal acción y tal ruptura del verosímil definen el enfoque y la singularidad de esta excelente producción islandesa, La mujer de la montaña (2018), de Benedikt Erlingsson. El propósito específico de la acción de Halla (Halldóra Geirharðsdóttir) no es otro que provocar una avería en el flujo de la corriente eléctrica que afecte, especialmente, a la fábrica de aluminio de Rio Tinto. Un sabotaje con una aspiración más amplía: el cuestionamiento de una política económico-empresarial que ignora, y más bien, desprecia las consecuencias de la implantación de unas empresas en el medio ambiente y en las vidas de los habitantes. Es como una arponera que lucha contra una ballena escurridiza a la que se puede herir a través de sus extensiones, el tendido eléctrico. Su estrategia busca que el mal funcionamiento que ella propicia haga desistir a los inversores chinos. Halla lucha, cual cruzada, contra lo que considera una actitud inconsecuente que deviene tumor que infectara las mismas raíces de una cultura, y una sociedad, como refleja la secuencia en la que los representantes del poder reciben la noticia del manifiesto que ha difundido Halla mientras muestran a empresarios chinos el epicentro de las raíces islandesas, el lugar donde se reunían sus ancestros vikingos, que conformaban sus alianzas formando un anillo (como así conforman uno los que urden el modo de combatir las protestas de Halla, aunque, de modo significativo, en un angosto pasadizo, como evidencia el plano cenital). Las acciones de Halla son objeto de múltiples debates, pero se propaga de modo efectivo la idea, neutralizadora de las aristas de sus cuestionamientos, de que es una terrorista o una mujer desequilibrada.

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Halla es una mujer de cincuenta años que dirige un coro. Los tres músicos que interpretan la música que se escucha en la banda sonora, que se hace diegética (presencial) aunque a la vez no lo sea, como si expusiera las entrañas de una representación, ejercen de coro griego, al que se sumarán, alternando intervenciones, tres cantantes ucranianas a partir del momento en el que le es notificado, por carta, a Halla que se le concede la adopción de una niña huérfana ucraniana de cuatro años que encontraron junto al cadáver de su abuela. Según qué momento o circunstancia emocional intervienen en escena los tres músicos, o las tres cantantes, como contrapunto narrativo. Incluso, en algunos momentos interactuan con Halla, a través de miradas y gestos, o hasta intervienen con alguna acción. Son el comentario y a la vez el reflejo de la acción de Halla, porque la música es su expresión, como lo es su compromiso con el entorno. La música es su impulso de acción, como es el del arte cuando se genera desde la sublevación que cuestiona un estado de cosas, cuando suscita interrogantes, cuando intenta reanimar entumecimientos vitales o sociales. Desde la singularidad de esa ocurrencia, que evidencia la condición de representación, se amplifica el componente lúdico, y se propulsa el impulso de acción vital, como si flecha y música fueran, y generaran, la misma dirección. Y, al mismo tiempo, esa evidencia de la ficción como tal también es reflejo de las interrogantes sobre la actitud escénica de Halla (su acción, su estrategia), sobre sus límites, o en qué medida traspasa el umbral hacia la obcecación o enajenación cual Achab en pos de la ballena Moby Dick. ¿Desorbita el escenario, y por tanto se excede con sus acciones, que justifica por su propósito último, la degradación del entorno?

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Halla dispone de dos peculiares reflejos. Uno es un emigrante suramericano, al que detienen repetidamente tras algunas de las acciones saboteadoras de Halla, como si fuera el sospechoso más propicio. Un apunte mordaz sobre la situación de los emigrantes en el país (que encuentra su paralelismo en la xenofobia creciente también cuestionada en otras producciones escandinavas). Un aspecto que centraba la sugerente producción islandesa Y respiren normalmente (2018), de Isold Uggadottir, estrenada en Netflix en enero, centrada en el contraste de la vida de dos mujeres, una mujer islandesa que sufre las agonías de la precariedad (incluida pérdida de piso),e inicia un trabajo como aduanera, y una mujer de Guinea-Bissau que será deportada, precisamente, por la intervención de la primera, al advertir una anomalía en su pasaporte (o de qué modo tan fácil,a veces de modo inconsciente, nos convertimos en esbirros de un sistema que nos asfixia u oprime). El desarrollo narrativo se tramará sobre la comprensión de la otra, sobre la precariedad que también sufre esa otra mujer que buscaba refugio en su país. No es una intrusa, sino un reflejo.

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El otro reflejo de Halla es su hermana gemela, Asa, instructora de yoga, que ha decidido ingresar por dos años en un monasterio hindú. Para Asa esa depuración desde el yo puede posibilitar la mejora del mundo, como una gota que puede generar un océano. Para Halla es insuficiente, por eso realiza una acción que implica infracción a la vez que transgresión, por el discurso que cuestiona, con su manifiesto, como hizo en su momento Unabomber, aunque las acciones de Halla no impliquen pérdida de vida, pero sí trastorno en las vidas de quienes sólo se preocupan de que el circuito de sus inercias de vida no sea alterado, por eso, para otros ciudadanos es una desquiciada o una terrorista. Por otra parte, ahora que será madre de una niña adoptada, que sufrió la peor de las circunstancias por una guerra, ¿cuál debería ser su decisión?¿Ser uno más de los que nos preocupamos por nuestro ombligo, por nuestra pequeña parcela de vida?¿Replegarse en su pequeña cuadrícula de vida y cuidar de esa gota, de esa acción que implica la mejora de vida para quien sólo conocía el sufrimiento?. Y, por último, ¿en qué medida es posible esa lucha contra una red de intereses económicos que encuentra apoyo en los gestores políticos y el conformismo ciudadano que ante todo se preocupa de mantener intacta su particular pequeña parcela de vida? Por eso, ¿será inevitable que la degradación del entorno prosiga hasta que nos desborde?