Haciendo gala de un gran sentido del humor, Mark Hartley narra la delirante historia de los primos israelíes Menahem Golam y Yoram Globus al frente de su productora Cannon Films. El resultado es un divertido documental lleno de anécdotas, chascarrillos y curiosidades sobre dos temperamentos tan antagónicos como complementarios con una manera muy peculiar de entender el cine.

Quizá sea el entusiasmo el ingrediente esencial que todo creador debe poseer a la hora de concebir una obra de arte. Como quizá tampoco importe que los resultados no sean todo lo satisfactorios que debieran ser. Al fin y al cabo, y pese a su discutible calidad, las producciones de la Cannon Films tenían el denominador común de estar todas supervisadas, y algunas de ellas dirigidas, por Menahem Golam, un hombre que sintió una gran pasión por el cine desde su niñez en Tel Aviv. Al igual que su primo Yoram Globus, con el que convirtió su productora en una gran factoría de la que salieron más de doscientas películas entre finales de los años setenta y principios de los noventa. Porque «lo que carecían en gusto lo compensaban en entusiasmo», dice el productor David Del Valle en el documental escrito y dirigido por el cineasta australiano Mark Hartley, cuyo título hace referencia a una de sus producciones ambientada en el mundo del breakdance, Breakin’ 2: Electric boogalo (Sam Firstenberg, 1984), secuela de Breakdance (Breakin’, Joel Silberg, 1984), también producida por el tándem GolamGlobus.

La historia de la Cannon Films es la historia del propio Golam, una personalidad impulsiva, enérgica y a veces extrema, tal como muestra Hartley, porque Globus, quien también es un hombre de fuerte temperamento, prefiere mantenerse  en un segundo plano, aunque comparte el mismo poder de decisión que su primo, al igual que las mismas ideas a la hora de llevar a cabo sus políticas de producción, como mantener su independencia y al mismo tiempo concebir productos taquilleros. Para ello, una de sus estrategias comerciales fue su rapidez para rodar secuelas de títulos que habían triunfado en taquilla, aunque luego casi ninguna tuviese la calidad, tanto técnica como artística, de aquellos y a pesar, incluso, de contar en ocasiones con el director del éxito original, como sucedió, por ejemplo, con Masacre en Texas 2 (The Texas chainsaw massacre 2, 1986), secuela que rodó el propio Tobe Hooper de su ya clásica La matanza de Texas (The Texas chainsaw massacre, 1974).

De todo ello y de muchas cosas más da cuenta Electric Boongaloo: la loca historia de Cannon Films, un trabajo en el que Hartley, autor de otros tantos documentales dedicados al cine de serie B, utiliza las estrategias tradicionales del género, es decir, alternando secuencias de los títulos más representativos de la compañía, imágenes de archivo y declaraciones de todos aquellos que trabajaron bajo la órdenes de Golam y Globus. Sin embargo, la originalidad de la propuesta reside en la propia historia de la Cannon Films, plagada de anécdotas y situaciones extravagantes. «No sabíamos lo que hacíamos. Improvisábamos sobre la marcha», cuenta Christopher Pearce, quien fuera vicepresidente de la compañía. Pero sobre todo, en la delirante personalidad de sus responsables, de quienes también se recogen diversos testimonios en épocas diferentes.

Muy pronto su pasión por el cine les lleva a rodar sus primeras películas en 1964. Mientras Yoram se encarga de las finanzas, Menahem da rienda suelta a su vehemencia y no sólo como productor, sino también detrás de la cámara, llegando a dirigir casi medio centenar de films. A través de las entrevistas con sus colaboradores, Hartley va desmenuzando tanto la trayectoria como la personalidad de ambos primos. Yoram es más contenido, más metódico, más astuto, más frío, frente a la elocuencia y la efusión que desprende Menahem, un hombre soñador, como lo definen algunos de sus colaboradores, que se regía por sus continuos impulsos.

En sus comienzos «hacían películas eróticas, de pura explotación. Compraban películas suizas y añadían escenas», apunta el cineasta John G. Avidsen. Hasta que ruedan el que será el mayor éxito de taquilla hasta esa fecha de su país, The lemmon popsicle (1978), una comedia sexual de adolescentes dirigida por Boaz Davidson que conocerá siete secuelas más. Un éxito que les da alas para al año siguiente dar el ansiado asalto a los Estados Unidos y comprar una pequeña compañía llamada Cannon. Porque en realidad «tenían un objetivo, un sueño. Y el sueño era tener éxito en todo el mundo, principalmente en Hollywood» dice Davidson. Una vez allí prosiguen produciendo películas de bajo presupuesto con la intención, en palabras del director Pete Walker, de «crear un catálogo instantáneo de películas que llevaran su nombre». Y para ello no dudan en recurrir a todo tipo de argucias, como diseñar el cartel de la película que tenían previsto hacer, pero de la que ni siquiera hay un guión escrito, y a través del mismo venderla a distribuidores extranjeros. Si obtenían dinero se rodaba y se estrenaba en la siguiente temporada. En caso contrario se quedaba el cartel como único testimonio del proyecto, y al parecer, tal como sugiere uno de los entrevistados en el documental, acumularon muchos de ellos sobre films que jamás llegaron a materializarse. Como también otra de sus artimañas era abarrotar la villa de Cannes durante los festivales con carteles de sus producciones así como saturar hasta la saciedad las revistas de cine con su publicidad.

O esa tendencia de Golam que convirtió en rasgo de la casa y que era introducir escenas de sexo en sus películas, incluso en sus títulos más pretendidamente serios, como certifica la actriz Mariana Sirtis al referirse a La dama perversa (The wicked lady, Michael Winner, 1983), un film que al contar con intérpretes de la categoría de Alan Bates, Faye Dunaway y John Gielgud le proporcionaba la oportunidad de ganarse el respeto de la industria, «y a pesar de todo, tuvo que meter chicas desnudas. Se saboteaba así mismo».

Pero en su obsesión por alcanzar el prestigio Golam produjo varios trabajos de cineastas de primer orden como Corrientes de amor (Love streams, John Cassavetes, 1984), Los amantes de María (Maria’s Lovers, 1984) y El tren del infierno (Runaway train, 1985), ambas dirigidas por Andrei Konchalovsky, Locos de amor (Fool for love, Robert Altman, 1985), cuyo guión escribió Sam Shepard y quien además la protagonizó junto a Kim Basinger; Otello (idem, Franco Zeffirelli, 1986) cuyo reparto encabezó Plácido Domingo, King Lear (idem, Jean‒Luc Godard, 1987) o El borracho (Barfly, Barbet Schroeder, 1987).

Pero ello no fue óbice para que los primos produjesen algunos títulos de acción tan populares como Desaparecido en combate (Missing in action, Joseph Zito, 1984), o Delta force (The delta force, 1986), esta última con Golam detrás de la cámara y ambas interpretadas por Chuck Norris, o Yo soy la justicia (Death wish II, Michael Winner, 1982), secuela de El justiciero de la ciudad (Death wish, 1974), también bajo la dirección de Winner y a la que seguirían otras tres más, todas ellas protagonizadas por Charles Bronson. Aparte de la serie de El guerrero americano que le dio cierta popularidad a Michael Dudikoff o los dos títulos que contaron con la presencia de Sylvester Stallone, Cobra, el brazo fuerte de la ley (Cobra, George P. Cosmatos, 1986) y Yo, el Halcón (Over the top, 1987) de cuya dirección se encargó el propio Golam.

Como también se atrevieron con todos los géneros. El fantástico en producciones tan delirantes como Masters del universo (Masters of the universe, Gary Goddard, 1987); el de terror en títulos como la citada Masacre en Texas 2 o La casa de las sombras del pasado (House of the long shadows, Pete Walker, 1983) en la que reunieron a Vincent Price, Christopher Lee, Peter Cushing y John Carradine; la ciencia‒ficción con Lifeforce (idem, 1985) o Invasores de Marte (Invaders from Mars, 1986), las dos dirigidas por el citado Tobe Hooper; las artes marciales con La justicia del ninja (Enter the ninja, 1981), que dirigió el propio Golam y a la que siguieron varias secuelas; de superhéroes caso de Superman IV: en busca de la paz (Superman IV: The quest for peace, Sidney J. Furie, 1987); el género de aventuras con Las minas del rey Salomón (King Solomon’s mines, J. Lee Thompson, 1985) que «era como una parodia de En busca del arca perdida» en palabras de Richard Chamberlain; o La manzana (The Apple, 1980), un delirante musical de una más que dudosa calidad, al igual que la mayoría de sus films. Algo de lo que Golam, a tenor de los testimonios recogidos por Hartley, tampoco parecía ser muy consciente de ello, ya que de cada nuevo proyecto pensaba que se iba a convertir en una gran obra que les reportaría grandes ganancias.

Tan solo unos jugosos apuntes de la infinidad de anécdotas, chascarrillos y curiosidades que salen a la luz a lo largo de un documental concebido con un ritmo endiablado pero, sobre todo, con un gran sentido del humor. Como afirma con sarcasmo el productor David Womark en un momento dado del film, «podías coger 500 guiones, ponerlos en un despacho, hacer que un mono entrara y eligiera 70 de ellos, y estaría a la altura de Golam y Globus».