Javier Fesser dirige un ágil y divertido film plagado de detalles surrealistas, objetos imposibles, persecuciones delirantes, mamporrazos a diestro y siniestro, destrozos y chichones manteniéndose fiel al toque Ibáñez. Una producción que certifica el excelente nivel de la animación española.

El último film de Jean-Luc Godard, Adiós al lenguaje, se inicia con una frase que viene a decir algo así como que «Los que no tienen imaginación se refugian en la realidad». Quizá sea este uno de los mayores dramas que el hombre, sin ser consciente de ello, arrastra desde hace siglos. Porque ha sido niño y después, sea por el ámbito familiar, el educativo, el social o todos al mismo tiempo, esa propiedad de la imaginación tan característica de la infancia ha tendido a eclipsarse a medida que se ha ido haciendo adulto ya que la realidad que impone la sociedad, que es la que hacen los propios hombres, parece dictarlo así.

Es cierto que es imposible salir indemne de una caída de diez pisos de altura, que haya un elefante en la azotea de un rascacielos, que la estructura de un edificio se repare atándole unas cuerdas a su alrededor o que la figura de un cartel que cubre una entrada secreta sacuda un manotazo a todo aquel que se acerque a husmear. Pero es ahí quizá donde también reside una de las grandezas de la imaginación porque también, y es algo evidente, ha propiciado la mayor parte de los avances científicos. ¿Quién se podría imaginar hace treinta años que un día estaría conectado al mundo por algo tan virtual como internet?

 

Los hermanos Marx fueron de los primeros en enseñarnos que la imaginación se relaciona a la perfección con dos componentes como el humor y el absurdo, recordemos que los surrealistas eran grandes admiradores suyos. Como también lo hicieron, aunque en el terreno de la literatura y en otra tesitura, una serie de dramaturgos englobados bajo el término de Teatro del Absurdo, entre los que se hallaban Eugène Ionesco, Samuel Beckett, Harold Pinter o Jean Genet, que rechazaban la construcción dramática tradicional y la lógica del lenguaje y cuyas obras, salpicadas de humor y crítica social, navegaban por terrenos difusos entre la realidad y la ficción. Y así, se podrían dar infinidad de ejemplos más.

Por estos territorios y a su manera, transita también Francisco Ibáñez, aunque desde un medio, el tebeo, al que siempre se consideró como algo secundario, un arte menor. Pero Ibáñez además ha sido y es un gran observador por su capacidad para reflejar, siempre en tono satírico, los usos y las costumbres de una realidad como la española, pero también los tics y las maneras de otros países y de personalidades célebres de la política y la sociedad, haciendo saltar por los aires, nunca mejor dicho, las leyes del universo, desde las que dictan los manuales de buena conducta hasta las que rigen la física cuántica. Una realidad a la que se han ido adaptando sus personajes a medida que iban cambiando los tiempos. Como también hay que decir que sus historietas son verdaderos diccionarios visuales para cualquier dibujante que se precie pues ahí es donde está representado todo un catálogo de gestos, de expresiones gráficas y de las onomatopeyas más inimaginables.

 

Si Godard en el año 1959 ya comenzó en su primera película a romper los cánones tradicionales de la representación hasta llegar a territorios más abstractos, radicales y experimentales en sus últimos trabajos, que ha rodado y sigue rodando ya octogenario con las nuevas tecnologías digitales, Ibáñez a sus 78 años prosigue creando un mundo imposible desde que publicase su primera tira de Mortadelo y Filemón un año antes, en 1958, quebrando en muchas ocasiones el límite gráfico de la viñeta, creando elipsis temporales inauditas, esas en las que de una explosión en la sede de la TIA se pasa en el recuadro siguiente al desierto del Gobi con el “super” buscando a sus dos agentes para ajustarles las cuentas, ideando situaciones imposibles o imaginando acrobacias inverosímiles que ni los más avezados guionistas de Hollywood pensarían para los mismísimos superhéroes de la Marvel.

A estas alturas de la lectura probablemente haya lectores escandalizados por la osadía de tratar de relacionar a dos autores tan antitéticos. Pero sin salirnos del espíritu de Ibáñez ni tampoco del de Godard, ambos tienen algunos puntos equidistantes. En ellos hay sentido el humor, aunque en el caso del cineasta francés no lo pueda parecer, hay vocación por seguir traspasando los límites, hay provocación, hay trasgresión, e incluso un soterrado sentido del gamberrismo. ¿Acaso no incomoda visionar un film en el que la música se interrumpe de manera brusca, en el que se oye más el ruido de fondo que a los propios actores, en el que se rompen los encuadres, en el que la cámara gire sobre si misma hasta mostrar la composición que capta bocabajo, en el que se muestren imágenes aparentemente inconexas? ¿Acaso no sorprende ver a personajes atravesando del límite de las viñetas, incluso asirlo o cortarlo con unas tijeras, cuando no estando otras veces en dos de ellas al mismo tiempo? ¿Acaso no provoca dentera esa caída al suelo en la que los dientes superiores se quedan clavados sobre una piedra o sobre el bordillo de una acera?

 

Sea como fuere, además del mundo de Tex Avery, la influencia del dibujante barcelonés, tanto estética como conceptualmente, es patente en la obra fílmica de Javier Fesser desde sus cortometrajes Aquel Ritmillo (1995) y El secdleto de la trompeta (1995) así como en su primer largometraje, El milagro de P. Tinto (1998). Y lógicamente en su mente ya rondaba llevar a los agentes de la TIA la gran pantalla como fue La gran aventura de Mortadelo y Filemón (2003) de la que salió airoso aunque, como es lógico y a pesar de los efectos especiales, restringido por las limitaciones que tiene el hecho de utilizar actores reales. Algo que, tras su exitosa Camino (2008), ha solventado en esta nueva propuesta por medio de la animación, permitiéndole un mayor abanico de posibilidades.

El primer acierto de Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo ha sido precisamente rehusar la posibilidad de adaptar alguna de sus aventuras publicadas en papel para concebir un guión original manteniendo el espíritu de Ibáñez, tanto conceptual como estéticamente, con toda esa infinidad de pequeños detalles, objetos y matices surrealistas: la vela posada sobre una lámpara de mesa, el marciano que anda por el techo de los pasillos de la TIA, el cuadro cuya imagen es una colilla, esos otros dos cuadros que juntos representan a un hombre desnudo echándose una siesta, las berenjenas como motivo decorativo del papel de una pared, la pata de gallina en un bote de lapiceros, la raspa de pescado colgada junto con la ropa tendida, la llave de dar cuerda a los juguetes en uno de los laterales de un televisor, que unos grandes almacenes se llamen “El Escondite Inglés”, que un archivador tenga pegado un cartel con letras bien grandes  que reza “documentos secretos”, que la clave para abrir una caja fuerte acorazada sea un simple ganchito lateral, que esa misma caja fuerte se fije a la pared con esparadrapos, y así un largo etcétera. Aparte de esa extensa galería de artilugios imposibles como esa trampa que consiste en un muelle cuyo extremo es un guante de boxeo o una maza de madera, el despertador que mediante un brazo articulado sale de la pared y aporrea a su dueño para despertarle, el helicóptero en forma de Seiscientos, con sus correspondientes etiquetas de haber pasado la ITV, que pilota un Jimmy el Cachondo cuyo rostro trae reminiscencias del actor Enrique San Francisco, las numerosas referencias y guiños a la cultura popular española, el tono de parodia a las películas de espías en especial a las de James Bond o toda esa multiplicidad de gags, porrazos, tropiezos, destrozos y chichones como los que genera la antológica secuencia de la persecución en sidecar. Además de la presencia de algunos personajes memorables como el Tronchamulas, «esa bestia parda de 350 kilos de músculo y 20 gramos de cerebro» que viste una camiseta amarilla con manchas de sudor de los sobacos y que sucumbe al “Me olvidé de vivir” de Julio Iglesias; o el mismísimo Rompetechos, personaje que poseía sus aventuras propias en el papel pero que sin embargo apareció en numerosas ocasiones en las aventuras de Mortadelo Y Filemón.

Sea como fuere, lo cierto es que Mortadelo y Filemon contra Jimmy el Cachondo devolverá a muchos ese niño que ha sido, cuando se refugiaba en la imaginación y no en la realidad.