Con la pantalla partida en dos, mientras se superponen los primeros títulos de crédito en la mitad que es de color blanco, la otra es negra, se escucha de fondo, con ligeras deficiencias, un diálogo entre dos hombres. Lo que parece ser una comunicación de radio es en realidad una llamada a través de Skype cuando la cámara muestra la pantalla del ordenador del cineasta, de quien tan solo se verá su efigie, que no su rostro, en los diversos momentos en los que aparece a lo largo del metraje, mientras aquella ofrece el semblante de su interlocutor, el capitán de un buque mercante que en esos instantes se enfrenta a una fuerte tempestad en alta mar. Entre cortes de conexión, se apunta en un momento dado que hay un contenedor cargado de valiosas obras de arte. De ellas no se darán más detalles, ni siquiera hay alusión alguna a su destino final. Tan solo es la imagen de un gran barco zarandeado por una galerna en el que la webcam del capitán muestra, en un determinado instante, el desorden creado en el puente de mando a causa de las embestidas del mar.

Es quizá la primera gran metáfora de las numerosas que contiene el film, una metáfora con la que Aleksandr Sokurov inicia su película-ensayo sobre Europa como buque insignia de la cultura y del arte occidental en el centro de una gran tormenta, la que atraviesa el viejo continente en la actualidad, pero también las muchas que ha soportado en su pretérito. Y aunque habrá más conexiones interrumpidas durante el film, el cineasta ruso prosigue su reflexión poniendo su mirada en el museo del Louvre, el albergue de la cultura, pero no solo de la europea, sino la de otros países, la de otras civilizaciones del pasado. Una colección formada en parte por piezas artísticas procedentes de botines de guerra, como las traídas por Napoleón de sus campañas militares. Napoleón, figura también presente en el film, en las estancias del museo junto con la de Marianne, el símbolo de la República Francesa, el de la liberté, égalité, fraternité.

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Sin embargo, el eje sobre el que gravita el film son las figuras de Jacques Jaujard y el conde Franz Wolff-Metternich. El director de los Museos Nacionales y del Louvre en aquella época y el oficial nazi que dirige el Kunstschutz durante la ocupación de Francia, un servicio que dependía de la Wehrmacht cuyo objetivo era preservar el arte ante un conflicto bélico. Dos hombres pertenecientes a bandos enemigos pero cuya alianza contribuyó a salvaguardar los tesoros del museo a pesar de los riesgos que ello les implicaba ante el gobierno colaboracionista de Vichy y el propio régimen nazi. Es decir, el museo, y por tanto la cultura, frente a los instrumentos del poder; la contradicción del propio ser humano, capaz de crear las más excelsas obras de arte pero también capaz de destruirlas. Y en un período, el de la invasión alemana, una de las tempestades más trágicas que ha padecido Europa, un pasado que ha condicionado y sigue condicionando su presente, y un presente del que depende su devenir.

Unos hechos que el cineasta recrea con actores pero a través de imágenes a las que les ha imprimido una pátina añeja y en cuyo lado izquierdo aparece la banda de sonido. Estrategia que, junto con materiales gráficos y reportajes de archivo, combina con las propias escenas de sus diálogos con el capitán mercante o las secuencias que rueda en las estancias del propio Louvre.

Pero Sokurov sugiere más cuestiones ¿Qué son las reliquias que alberga el museo sino los restos de un naufragio, o de muchos naufragios, los de las culturas que los crearon, las huellas físicas de un esplendor perdido? La obra de arte es también memoria del pasado, de la historia. Y un pueblo sin memoria, sin historia, es un pueblo sin identidad, como si nunca hubiese existido. ¿Qué queda de Napoleón aparte de sus hazañas narradas en los libros de historia o sus monumentos? Quizá, como sugiere la película, el hecho mismo de haber “reunido” una de las mayores colecciones de arte en Europa. Pero ¿Qué hubiese sucedido con dichas obras de haber permanecido en su lugar de origen?

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Francofonía es un inclasificable trabajo que combina diferentes estrategias narrativas, del film-ensayo al documental, de la ficción al videoarte, guiado por la voice over del propio cineasta quien, casi como un maestro de ceremonias, traza un lúcido y denso fresco en el que formula preguntas sobre una Europa que hoy en día prosigue navegando a la deriva, como el carguero en la tormenta, como La balsa de la Medusa (1819), el lienzo de Théodore Géricault, también presente en el film, también enfrentándose a un embravecido oleaje.